Medjugorje es un lugar que atrae a cientos de miles de personas cada año. A esta pequeña aldea bosnia llegan por motivos muy diversos. Los hay que van con fe, otros están en búsqueda y los hay también que no creen en el Dios y en la Virgen que finalmente conocen allí.

Uno de estos muchos peregrinos es el periodista Pablo Rioja, redactor de El Diario de León, que ha acudido en tres ocasiones, y cada vez ha vuelto impresionado y con un aspecto en concreto a destacar sobre Medjugorje. En un detallado y recomendable artículo publicado en El Diario de León habla de su experiencia personal allí:

“El cielo hace escala en Medjugorje”

Cuarenta años ininterrumpidos de supuestas apariciones marianas que hoy continúan, diez secretos capitales para el mundo aún por revelar, seis videntes, milagros físicos y miles de personas cuyas vidas —aseguran— dieron un giro radical después de peregrinar a ese pueblo perdido entre las montañas bosnias llamado Medjugorje. Dicho así, bien podrían tratarse de los ingredientes perfectamente cocinados por el mismísimo Dan Brown para la sinopsis de su última novela. Pero no. Una vez más la realidad —al menos aquella realidad— se abre paso a patadas en un momento donde la mayoría de mortales están dispuestos a creer casi en cualquier cosa.

Sí, he estado varias veces en Medjugorje y no, no he visto a la Virgen. Supongo que nunca se prestaría a dejarse entrevistar por ningún periodista. De hecho mi principal motivo para viajar allí, o al menos eso creía yo por aquel entonces, distaba bastante de lo que suelen buscar el resto. Yo no quería creer, ni darle sentido a mi existencia ni tampoco desmontar en un reportaje un fenómeno de masas que sin duda se ha convertido en ‘la Lourdes’ o ‘la Fátima’ del siglo XXI. Puede que suene siniestro, pero después de estudiar a fondo los Novísimos quise comprobar en persona si en esa aldea se daban casos de posesión demoniaca como algunos expertos insistían en afirmar.

Era agosto de 2012. Tras dos horas recorriendo la hipnótica costa Dálmata en autocar de pronto me vi en un paraje inhóspito carente de cualquier atractivo visual. Una única calle principal daba sentido a todo un caos urbanístico en el que se abrían paso a patadas hoteles, restaurantes, tiendas de objetos religiosos y una iglesia convertida en epicentro de fieles y curiosos. Grupos ingentes de personas se movían de un lugar a otro. Admito que por momentos me escandalizó tanto revuelo aunque enseguida entendí que donde hay turismo —incluso el religioso— hay negocio. Eso no le resta valor a nada.

Después de pisar tierra e instalarme en una casa que echaba raíces junto al monte de las apariciones —donde en junio de 1981 seis jóvenes adolescentes se toparon con una mujer que describirían como la Virgen María— tuve oportunidad de escuchar el testimonio de una de las videntes. Reconozco que me impresionó lo convencida que estaba de su relato. Tanto ella como los otros cinco ‘elegidos’ tenían una misión; transmitirle al mundo una serie de mensajes celestiales donde la paz, la oración, el ayuno y la conversión se repetían como un mantra. «Es necesario que la gente vuelva su mirada hacia Dios», decía.

Durante décadas aquellos jóvenes —hoy cercanos a los sesenta años— fueron sometidos a toda clase de pruebas médicas, psicológicas e incluso torturas auspiciadas por el comunismo reinante en la zona en los 80. Había que demostrar el fraude costase lo que costase. Tampoco entonces, ni siquiera ahora, contaban con el respaldo unánime de la Iglesia Católica, como suele suceder cuando se dan este tipo de sucesos. El propio papa Francisco aseguró en 2017 que prefería creer en la Virgen María «y no la Virgen jefa de una oficina de correos que todos los días envía un mensaje. Esa no es la madre de Jesús». Si bien es cierto que tiempo después el pontífice autorizó las peregrinaciones con sacerdotes a Medjugorje e incluso —aunque son documentos filtrados y no oficiales hasta la fecha— se dice que desde Roma reconocen la autenticidad de las primeras siete apariciones y dejan en estudio el resto.

Sean o no reconocidas, en todo este tiempo el relato de los videntes no ha caído en contradicciones. Ningún experto médico ni religioso ha podido desenmascararles si es que realmente mienten. Si todo lo predicho es cierto, esta generación conocerá diez secretos que cambiarán el rumbo de la historia tal y como la conocemos.

Después de dos días en Medjugorje, lo que había ido a buscar iba a presentarse ante mis ojos como no lo hubiera imaginado nunca. Detrás de la parroquia de Santiago Apóstol se apostan cientos de bancos y una extensa explanada que sin duda se queda pequeña ante el aluvión de personas que acuden a los diferentes oficios religiosos. ¿Milagros? No sé si este cuenta pero por primera vez en mi vida comprobé lo que era el respeto absoluto hacia la Eucaristía. Si el silencio puede escucharse, sin duda yo lo escuché mientras estaba rodeado de miles de turistas. Silencio que solo varios alaridos fueron capaces de romper. 

La liturgia diaria de Medjugorje se paraliza a las 18.40 horas. Es en ese momento —según marca la tradición— cuando ‘la Gospa’ (así llaman a la Virgen en Bosnia) se aparece a alguno de los videntes —otros ya hace tiempo que no gozan de esa gracia—. Todo se detiene. Nadie habla mientras la Señora está pero, para ser sinceros, los gritos de ultratumba que provenían de algún lugar cercano a esa explanada se antojaban aterradores.

Decidí que era el momento de contemplarlos y comprobar si eran meros enfermos mentales o auténticas víctimas de un ataque extraordinario del demonio. No me costó seguirles la pista. Caminé entre la multitud durante unos minutos y casi al fondo, donde la masa comenzaba a disolverse, me crucé con la estampa más espeluznante que sin duda he visto jamás. En el suelo, sentada sobre sus rodillas, una cría de no más de trece años se movía hacia adelante y hacia atrás como si estuviera sobre una mecedora. Sus ojos permanecían completamente en blanco. No hablaba. Solo se balanceaba lentamente.

Más endemoniados

A pocos metros, otro joven —le calculo entre 15 y 18 años— gritaba como una fiera mientras tres o cuatro hombres trataban de sujetarlo. Les resultaba literalmente imposible. Admito, a riesgo de parecer exagerado, que su voz no era humana y si se trataba de una actuación desde luego merecía el Oscar a la mejor puesta en escena. Nunca escuché un sonido igual ni existe película capaz de recrearlo. Eran como varias bestias encarceladas ‘luchando entre sí’ por salir al exterior. Y a su izquierda, de nuevo otra chica se retorcía e incluso serpenteaba como queriendo contestar con los mismos sonidos guturales. Entiendo que la imagen pueda parecer dantesca e incluso prefiero no entrar en más detalles, pero negar la evidencia sería traicionarme a mí mismo.

Todavía hoy, casi diez años después, me cuesta asimilar aquello. ¿Si encontré lo que buscaba? Sin duda. ¿Si puedo asegurar que eran endemoniados? No, como tampoco diría que eran simples enfermos mentales. El padre Juan José Gallego Salvadores, exorcista leonés de la diócesis de Barcelona, me explicaría meses más tarde que este tipo de casos son cada vez más comunes. «La sociedad se ha entregado a una serie de prácticas como el tarot, la ouija, el reiki o ciertos tipos de yoga, entre otras cosas, que abren puertas peligrosas al enemigo», subraya. «Y no hace falta creer en Dios para que a veces se den posesiones, vejaciones o infestaciones».

Volví a mi sitio. Mi mujer, que siempre suele ponerle el punto racional a las cosas, admite que regresé pálido. Sudaba. Necesité algunos minutos para ordenar en mi cabeza lo vivido. No, no me salió huir ni asustarme como si de una película de terror se tratarse. Uno nunca sabe cómo va a reaccionar ante situaciones de estrés. Simplemente entendí que no todo se puede explicar con la razón. Por fortuna no fue lo único extraño que experimenté en Medjugorje pero, para ser justos, aquel lugar no es un parque de atracciones de lo sobrenatural. Quien ha estado allí, sea por el motivo que sea, lo sabe.

Caprichos del destino, regresé en 2013 y en 2015. El tema de las posesiones demoniacas había pasado a un segundo o tercer plano. ¿Que si volví a toparme con ellas? Desde luego. No con la virulencia de esa primera vez ni porque las anduviese buscando, pero sí, he visto más casos allí. ¿Por qué se dan en Medjugorje? El padre Fortea, uno de los mayores expertos en demonología de España, me contó que «no hay ser humano que más odien los demonios» que a la Virgen María. De hecho la propia Biblia recoge que será ella quien le aplaste la cabeza a la serpiente. «Por eso no es de extrañar que en lugares donde se dan apariciones marianas surjan manifestaciones de este tipo».

Saciada mi curiosidad inicial quise empaparme del fenómeno Medjugorje más a fondo. No es algo que se aprenda en un viaje o en varios. Hay quienes lo califican como una escuela de vida donde cada vez descubres o ahondas en un aspecto diferente. La segunda vez centré mis esfuerzos en entender por qué tantos y tantos testimonios coinciden en que desde su visita algo cambió en sus vidas. En alguien que se considere creyente e incluso que se atreva a pronunciar a los cuatro vientos ser católico —eso son palabras mayores— no debe resultar difícil. Más allá del halo sobrenatural que rodea al pueblo es innegable que confesarse, acudir a Misa, rezar el Rosario o detenerse a contemplar el Santísimo son actos que rezuman paz. Y ese es, desde mi experiencia, el motor real que mueve aquello. Pero ¿y qué hay de los ateos, agnósticos o incrédulos que relatan conversiones radicales tras regresar a sus casas?

Uno de los testimonios de conversión post-Medjugorje por excelencia es el de la escritora María Vallejo-Nájera. También, por citar a más personajes conocidos, llama la atención el de Tamara Falcó o la influencer Mar Torres. Personalmente me interesan más los de la gente anónima. Esta es, en resumen, la historia que me contó Laura F. G. mientras volvía de una entrevista fallida con uno de los videntes. «Mi hijo murió a los 20 años en un accidente de tráfico. Hasta ese entonces éramos una familia feliz, con todo lo que un ser humano pueda desear. Dinero, buenos trabajos, estabilidad emocional. No había pisado una iglesia jamás, yo era mi propio Dios. Y de pronto la vida te golpea un bofetón a dos manos que nadie, ni el más rico del mundo, puede solucionar. Entré en una profunda depresión, mi marido decidió separarse de mí y de la noche a la mañana mi aparente estabilidad se hizo añicos. Cuando pensé que la única solución pasaba por el suicidio una amiga de la familia me invitó a ir con ella a Medjugorje. Sinceramente no creía en nada de eso pero algo en mi interior me invitaba a aceptar. Finalmente fui y hoy estoy aquí gracias a ello. Mi hijo no volvió a la vida, ni mi matrimonio, pero el amor tan grande que experimenté de Dios durante esos días no se puede explicar con palabras. Sigo sufriendo cada segundo porque soy humana y pocas cosas más dolorosas debe haber como perder a un hijo, aunque he descubierto que esto no acaba aquí, que existe un ser que nos ama con locura sin pedir nada a cambio, que todo, incluidos los sufrimientos que hemos de padecer, tiene un sentido a pesar de que no lo entendamos. Hoy gracias a aquella vivencia digamos que mística puedo decir que valoro mi vida, que he aprendido a perdonar y que Dios, al menos en el que yo creo, no es un monstruo».

El fenómeno de la confesión

De Medjugorje se dicen muchas cosas, pero prácticamente detractores y defensores coinciden por igual en una; es el confesionario del mundo.

En torno a la iglesia se agolpa durante todo el año —24 horas al día— una suerte de ejército de sacerdotes que no hacen otra cosa que confesar a los fieles que así lo desean. Impresiona ver las riadas de gente haciendo cola para contarle sus pecados a un desconocido. Los hay que llevaban sin hacerlo desde la comunión. No es, por lo que me cuentan, un sacramento al alza y sin embargo en Medjugorje —y no necesariamente dentro de un confesionario— acuden millares y millares de personas. Lo mismo sucede a la hora de tomar la comunión. «La transformación del alma resulta tan brutal en este sitio que poco importa si está vinculado a unos secretos futuros o no, si la Madre viene o va, da mensajes… todo eso es secundario. Por sus frutos los conoceréis», me ‘confesó’ uno de tantos religiosos sentados en una silla antes de darme la absolución por preguntar más de la cuenta.

Los diez secretos

Mi tercera y hasta la fecha última vez en Medjugorje sirvió para convencerme de que el fenómeno está abocado al mayor de los éxitos o al más profundo de los fracasos. No habrá medias tintas. Si como admiten los videntes en pocos años se harán públicos los diez secretos confiados por la Virgen María para toda la humanidad, más pronto que tarde sabremos si todo se trataba de un fraude o no.

De los secretos, como no podía ser de otra manera, poco o casi nada se conoce. Algunos videntes sí han querido aclarar que no son castigos de Dios, ni todos esconden hechos catastróficos dignos del Apocalipsis. «Los tres primeros están relacionados con Medjugorje, habrá un signo sobrenatural que quedará de forma permanente en la colina de las apariciones que todos podrán ver y fotografiar. Será indestructible. Del resto nada concluyente», afirma Mirjana Dragicevic, la vidente encargada de revelarlos al mundo en su momento a través del padre Petar Ljubicic.

También en ese tercer viaje a Bosnia recogí testimonios de curaciones, algunas ciertamente inexplicables, personas que habían tenido la oportunidad de ver a sus seres queridos ya fallecidos, otras que tras volver a casa se reconciliaron con familiares con quienes llevaban años sin hablarse, amigos en los que de pronto se despertó la llama de la fe. ¿Qué ha cambiado en mí? Supongo que eso no importa. Al final, por mucho que se escriba o se cuente sobre Medjugorje, solo quien lo viva en primera persona podrá realmente llegar a comprender que quizá estamos dispuestos a creer en todo menos en lo más evidente.