Katie Gillio es una madre que educa a sus 9 hijos en Nueva York en homeschooling. Es colaboradora de medios católicos como Aleteia y One Peter Five. Recientemente ofreció su testimonio de vida en Crisis Magazine, todo un llamamiento a que la Iglesia transmita la verdad sobre la sexualidad sin disimularla ni falsearla por temor a la cultura ambiente.

Cómo tener un padre gay me hizo ver las mentiras del progresismo católico

"Mamá, ¿por qué os divorciasteis papá y tú?", pregunté por enésima vez. Estaba acostumbrada a oír su respuesta: "Simplemente, no podíamos seguir viviendo juntos". Pero esta vez no dijo eso. Estábamos de camino a la lavandería y recuerdo exactamente dónde estábamos cuando respondió. 

"Porque tu padre es gay". 

"Oh, lo sabía", mentí, tratando de disimular mi sorpresa. No lo sabía. Tenía nueve años
No lo sabía. 

Adaptándose a una situación incómoda

Aunque mis padres me habían criado con una visión cristiana del mundo y yo conocía bien la Biblia, mi mundo empezó a cambiar radicalmente después de que mi padre me explicara por qué se acostaba con hombres. En poco tiempo, tanto el apartamento de mi padre como nuestras visitas comenzaron a cambiar. En el baño apareció un calendario de hombres, en su mayoría desnudos, junto con algunas obras de arte reveladoras. Era muy incómodo visitarlo, pero intenté que no me molestara. 

Los fines de semana que pasaba con mi padre, íbamos a la calle Castro de San Francisco. Era un lugar muy colorido, y pronto descubrí que tenía que tener cuidado con lo que miraba, no fuera que viera más de lo que esperaba. Aprendí a moverme por el barrio, sabiendo cuáles eran los bares de gays y cuáles los de lesbianas. Incluso asistí a las olimpiadas gay para animar a un miembro de la familia.

Estaba en la onda, tenía la mente abierta. Era una persona ilustrada.  

Pero también me sentí desgarrada. Cuando alguien con autoridad, especialmente alguien en quien se confía, le dice a un niño que algo es cierto, ese niño le creerá. De hecho, ese niño puede construir su visión del mundo sobre esa base. Yo lo hice. Por eso los desfiles del Orgullo, la hora del cuento de las drag queen y la enseñanza del género como construcción social son tan insidiosos.    

Por lealtad a mi padre, nunca habría compartido mis dudas instintivas sobre su estilo de vida, pero recuerdo claramente que me inquietaba. Sin embargo, me encogí de hombros e ignoré mi malestar para poder ser una hija solidaria. Cuando me hice mayor, me convertí en una buena activista progre en mi escuela. Aprendí a poner condones en los plátanos y la importancia del sexo seguro, independientemente de quién fuera tu pareja. Desde luego, yo no juzgaría.  

Conversión a un catolicismo... aguado

Mi padre murió de sida cuando yo tenía 17 años, la mañana de mi baile de graduación. Le vi sufrir sus últimos meses sin pareja, y le escuché expresar sus remordimientos.  

Poco antes de que mi madre se volviera a casar, ambas nos convertimos al catolicismo. Pero en nuestra parroquia ultraprogresista de California había muy poca catequesis precisa sobre lo que la Iglesia católica enseña sobre estos temas. Sin embargo, sí que acepté lo que oí que la Iglesia enseñaba sobre la sexualidad: apertura de miras, tolerancia, aceptación. Estaba desesperada por encontrar una forma de explicar lo que la Biblia decía tan claramente, y el ala progresista de la Iglesia católica estaba deseando ayudarme. 

Mi universidad jesuita hizo un trabajo fantástico, no solo excusando sino celebrando el comportamiento de mi padre, ya fallecido, al abrazar y validar de todo corazón el estilo de vida homosexual. En mi clase de Teología del Matrimonio, en lugar de que hablara una pareja heterosexual, el instructor hizo que una pareja gay viniera a hablar sobre la santidad de su "matrimonio". En ese momento dije que me alegraba mucho de que la Iglesia estuviera cambiando sus puntos de vista retrógrados sobre la homosexualidad; sin embargo, en el fondo, esa idea me inquietaba.  

El jesuita James Martin es el gran impulsor de la agenda LGTBIQ+ en el seno de la Iglesia.

Esta ilusión de la Iglesia cambiante continúa hoy en día. En su reciente ensayo en Outreach, el padre James Martin, S.J., explica por qué el Orgullo y el mes del Sagrado Corazón de Jesús no solo son compatibles sino complementarios. Argumenta que Nuestro Señor ama a todo el mundo, lo cual es evidentemente cierto. Pero su resbaladizo argumento de que el Mes del Orgullo es algo que los católicos deberían celebrar está lleno de aprobación implícita de las relaciones homosexuales. En primer lugar, dice: "Imagina a un joven LGBTQ que no tiene ningún tipo de relación sexual, sino que simplemente quiere ser aceptado. ¿Dónde está el pecado? En segundo lugar, ignora el hecho de que todos nosotros somos pecadores. ¿Quién de nosotros no ha pecado?".  

Por supuesto, una persona casta que lucha contra la atracción por el mismo sexo no está pecando. Pero entonces el padre Martin pasa a argumentar que todos somos pecadores. Bueno, sí. Pero también se supone que debemos tratar de dejar de pecar. Este tipo de tú-odias-a-los-individuos-LGBTQ-castos da paso a "todos somos pecadores", y entonces el lector puede rellenar el espacio en blanco como quiera: pero Dios me ama de todos modos; o, así que la Iglesia está equivocada; o tal vez, así que nunca deberíamos juzgar las acciones de los demás.  

Este tipo de artículo es exactamente el tipo de evidencia a la que me aferraba en mis días progresistas y liberales cuando trataba de justificar, no solo la homosexualidad que me rodeaba, sino también mis propias elecciones pecaminosas. Aunque el padre Martin tiene razón en que estamos llamados a amar a todo el mundo, a veces lo más amoroso que podemos hacer es llamar a otros a salir del pecado mortal.    

La verdad de las cosas

Después de convertirme en madre, entablé amistad con varias mujeres católicas de mentalidad tradicional que se tomaron el tiempo de educarme en la enseñanza de la Iglesia sobre la homosexualidad. Lo que las hizo tan efectivas fue que compartieron la verdad en el contexto de nuestra relación más amplia. Aunque nuestra familia no educaba en casa, estas madres que educaban en casa me acogieron. Cada mes cenábamos fuera y en algunas ocasiones teníamos lo que llamábamos noches de "asombrar al sacerdote" en las que podíamos hacer preguntas y discutir la fe libremente. En estos encuentros podíamos discutir y debatir, pero solo después de compartir nuestras recetas favoritas y lamentar las noches de insomnio con nuestros bebés, y antes de organizar el siguiente encuentro en el parque para que nuestros hijos jugaran juntos.  

Estas discusiones, a veces acaloradas, sobre la homosexualidad no definían nuestra amistad. Eran solo una faceta de nuestra relación, y estas mujeres se preocupaban por mí incluso cuando yo era una relativista. El hecho de que pudiéramos pasar a otros temas en los que compartíamos puntos de vista me dio el espacio para reflexionar sobre sus palabras y bajar la guardia. A menudo, lo que decía mientras discutíamos ya no era lo que yo creía. A veces, aunque creía lo que me decían, sentía que tenía que argumentar todo lo contrario.  

Gracias a la influencia de mis amigas y a la gracia de Dios, nuestra familia empezó a ajustarse a la enseñanza de la Iglesia. Pero, sin su valiente forma de decir la verdad, me pregunto si yo habría cambiado.

Recientemente, Rod Dreher describió en su blog la experiencia de una artista progresista a la que llamó "Jane". Una noche, sumida en la depresión y en las garras del transgenerismo, hizo clic por casualidad en un vídeo de Jordan Peterson que aparecía en sus redes sociales. Se sorprendió al descubrir que estaba de acuerdo con todo lo que este decía. Su única voz en medio del mar de locura en el que se había visto arrastrada, al igual que las valientes voces de mis amigos, le dio permiso para salir de él. Abandonó su carrera artística porque se dio cuenta de que el trabajo que requería no valía la pena.  

Escuchar la verdad le importaba a Jane, y me importaba a mí. Para aquellos que están en la posición de enseñar a otros la verdad sobre la homosexualidad, el matrimonio o la ideología transgénero, por favor, hablad. Compartid la belleza de la verdad sin miedo, porque la vuestra puede ser la única voz cuerda que escuchen vuestros amigos y familiares. Sabed que la gente puede enfadarse. Puede sentirse atacada. Podría estar a la defensiva. Pero en un mundo en el que las escuelas, los medios de comunicación, las empresas, e incluso muchos dentro de la Iglesia (como el padre Martin), enseñan medias verdades o mentiras descaradas, ¿cómo va a encontrar alguien la verdad si no se la mostramos? Los frutos de la sabiduría y el consejo a menudo no se ven, pero eso no significa que la semilla de la verdad que se siembra no crezca.  

Con el tiempo pude aceptar que las personas que me decían la verdad y que defendían las enseñanzas reales de la Iglesia eran las personas que se preocupaban por mí. Eran las que me amaban y las que querían que conociera el plan que Dios tiene para la sexualidad humana. No siempre reaccioné con gracia a sus correcciones, y hubo muchas discusiones y desacuerdos, pero mis amigos -mis verdaderos amigos- siempre respondieron pacientemente a mis argumentos con la verdad, entregada con compasión. No se echaron atrás ni me condenaron al ostracismo cuando me encontraba en la agonía de mi ignorancia. Dijeron la verdad con caridad y, con el tiempo, ablandaron mi corazón endurecido.

Traducido por Verbum Caro.