Después de años de discernimiento, Stéphanie, una joven profesora de 26 años, tomó la decisión de su vida: entrar en un monasterio para ofrecer toda su existencia a Dios. Lo hará en la comunidad benedictina de la abadía de Notre-Dame du Pesquié, en el Ariège (región de Mediodía-Pirineos, Francia), un fundación de la madre Inmaculata de Franclieu, fallecida en 1977.


A la derecha, la madre Inmaculata de Franclieu, en una fotografía de 1974.


-Realmente nunca "perdí" la fe. Tras la desaparición de mi hermana, mi fe, que estaba un poco adormecida, se sintió como reavivada. Empecé a creer profundamente y deseaba progresar espiritualmente todo a lo largo de mi vida. Perdí a una hermana en 2005 cuando ella acudía a la JMJ de Colonia. Sin duda esto jugó un papel en mi discernimiento. Su muerte provocó un auténtico vuelco en mi vida espiritual. Comprendí la importancia de nuestra vida, que estamos en la tierra por un tiempo limitado, que venimos de Dios y que un día volveremos a Él. Es verdad que procedo de una familia católica muy creyente, pero creo que hasta entonces iba a la iglesia sólo por costumbre y mimetismo.


-Años más tarde, en 2008, al finalizar una peregrinación, sentí durante la misa la atracción de Dios y un fuerte deseo de amarle. A partir de ese momento viví con sed de lo Absoluto. La idea de consagrarle a Él mi vida y entrar en un convento se hacía cada vez más apremiante. Yo sentía un verdadero amor de Dios, como si me hubiese enamorado de Él. Tenía necesidad de ir a misa a diario, de pasar tiempo junto a Él.

Ese enorme deseo sólo duró unos meses. Los años pasaron, y yo fui dejando de lado esta cuestión, aunque volvía sobre mí de cuando en cuando. Me puse a trabajar como profesora y tenía mi vidilla parisina. Era feliz, pero no me sentía llena. Con el tiempo, el deseo de situar a Dios en el centro de mi vida fue acrecentándose. Empecé a hacer oración cada mañana, y pedía a Dios que me ayudase a orientar mi vida. Un día, al verme partir para un retiro, mi padre espiritual me preguntó por qué no ofrecía mi vida a Dios. La idea, que jamás me había abandonado, se convirtió en una evidencia... ¡Pero esa evidencia producía vértigo! Experimentaba sed de Dios, pero era duro decidirse por una opción tan radical.


La abadía de Notre Dame du Pesquié, en los Pirineos, está de reformas. El entorno es de una gran belleza en todas las estaciones del año.

-Primero informé a la directora de mi colegio, ¡antes que a mi familia o a mi padre espiritual! Se quedó pasmada. Mis padres lo recibieron con alegría y emoción, aun sabiendo que a partir de entonces nos veríamos menos. Pero admiro su coraje y su fe. Mamá me confesó que siempre había visto a sus hijos como un regalo de Dios y que, a fin de cuentas, le pertenecíamos a Él.

-Santa Teresa me ha ayudado a vivir el momento presente. Por medio de ella he tomado conciencia de mi pequeñez ante el Amor de Dios. También me ha guiado San Benito, en la medida en que tomé la decisión el día de su festividad. La oración de abandono del Bienaventurado Charles de Foucauld me gusta especialmente, procuro rezarla todos los días.


Las novicias y postulantes que hay actualmente en la abadía, las nuevas compañeras de Stéphanie. Como en todas las comunidades observantes, no faltan vocaciones jóvenes.


-No. Y para ser sincera, todo eso me parece incluso un poco superficial. No es ahí donde se puede encontrar la felicidad, sino en relaciones profundas. Mi fe me lleva a no vivir superficialmente, porque no es ahí donde se encuentra a Dios... Echaré de menos los momentos que he pasado con mi familia y mis amigos, y soy consciente de que renuncio a muchas cosas, pero sé bien que me faltaba lo esencial, y que eso lo encontraré en la abadía. Es verdad que a los ojos de los hombres puede parecer una locura renunciar a la vida en sociedad, pero no a los ojos de Dios.


-Las monjas se apartan del mundo y a la vez están muy presentes en él. Se mantienen al corriente de la actualidad y no pierden un instante para rezar por toda la humanidad. Sus oraciones son importantes, son auténticas centinelas de lo invisible: nadie las ve, y sin embargo son indispensables para la sociedad. Vivimos en un mundo individualista y sin puntos de referencia, que necesita más que nunca de la presencia espiritual y de la oración de los religiosos.

Publicado en Aleteia.