Desde hace nueve años María Ramos Leiva ha sido la encargada de conquistar el paladar de cientos de comensales en un pequeño restaurant en Pelequén (VI Región, Chile). Lo hace con amor y alegría, animada –cuenta a Portaluz- por la misma fe que da sentido trascendente a su matrimonio con Manuel, su esposo.

Tiene cincuenta y seis años. María, de hablar pausado y mirada alegre, siempre está atenta a la formación en la fe de su hija y nieto. La paz y confianza en la misericordia que la habitan nacen de una ‘visita’ explícita que la Gracia de Dios hizo a su vida…


Hace poco más de cuatro años, padecía intensos dolores en su brazo derecho, que se extendían hasta el hombro.

Pensó que su cuerpo le recordaba el paso de los años y como estaba de vacaciones, tuvo tiempo suficiente para acudir al Centro Médico Santa Catalina en Rengo, una ciudad cercana. La evaluó y analizó los exámenes el doctor Felipe Salaya, especialista en traumatología.

El diagnóstico resultaba trágico: “Me dice que tengo una tendinitis muy fuerte, que no podría volver a trabajar nunca más en lo que hacía, porque los dolores iban a ser cada vez más intensos”.

Le recetaron analgesia con Tramadol para mitigar su dolor, pero no generó resultados.

A los pocos días, alarmada, sintió que el brazo izquierdo presentaba los mismos síntomas.

“Llegó un momento en que no era capaz de hacer nada con mis manos, hinchadas; ni siquiera abrir una llave para tomar agua, cocinar, empuñar la mano o hacer mi cama; quedé como una inválida. Sentía desde la punta del dedo de mis manos hasta el hombro una tensión dolorosa y como si un algo me caminara por los brazos durante el día y la noche. Solo me largaba a llorar y evitaba que otras personas me vieran así”.


“Le pedía a Dios –continúa relatando-, pues crecí en la fe católica. Nunca renegué contra Él o me pregunté «por qué me sucedió esto a mí». Siempre confié que Dios iba a intervenir. No lo dejaba tranquilo pidiéndole que me sanara. En paralelo seguía viendo al doctor, pero sus indicaciones no traían mejoría”.

Agobiada por el dolor y la espera, con la tolerancia vencida, María –aunque sin ser consciente de ello- bajó la guardia de su confianza en Dios y acudió a probar con la medicina alternativa.


No faltó quien le recomendase las bondades de la terapia de biomagnetismo, una práctica que dice emplear dos imanes para “depurar” el cuerpo, donde en teoría atribuyen a que supuestos campos magnéticos “nivelan” el PH del cuerpo y así, eliminarían la enfermedad o incluso virus de cualquier zona afectada. ¡La panacea misma porque no existen estudios publicados en revistas científicas de prestigio que avalen esta técnica ni pruebas razonables!

En cambio, sí existen advertencias de riesgos…

María nos confiesa que no sabía de lo nocivo que se le vendría encima por esta decisión, hasta que lo vivenció en carne propia. “Fui a ver eso de los imanes, pensando que estaba haciendo lo correcto. Me atendió una señora que se llamaba Alejandra quien me decía que era doctora de medicina alternativa y que los imanes –¡como si fueran entes existentes!- podrían sanarme del dolor, pero no fue así. Fueron aproximadamente siete sesiones y sentía que los dolores se me agrupaban en una sola parte. Como un algo al interior del cuerpo, los dolores me los corrían desde abajo hacia arriba, era peor, desesperante. Hoy sé que nadie debe exponerse a esto… ”.


Languidecía el alma de María pensando que no volvería a preparar alimentos ni llevar una vida feliz. No obstante, un gesto bastaría para transformarlo todo.

“Un día llegué al trabajo y habían contratado una señora que hacía mis labores. Ella conocía mi caso. Se llama Ana María y me contó que participaba del movimiento de la Renovación Carismática. Ni idea tenía yo de qué me hablaba, pero fue tan cercana cuando me dijo… «sé por lo que está pasando», pese a que nunca la había visto. Acepté entonces su invitación para ir a una Misa donde al final se realizaba una oración especial por la sanación” (Pulse para ver declaración de la Congregación para la Doctrina de la Fe del año 2000 respecto de estas celebraciones).

Con sus dolores a cuestas, pero con el ardor de la fe comenzando a restaurarse, María llegó hasta la ciudad de Rancagua la tarde del domingo 14 de diciembre del año 2010. Iba tranquila, pero a medida que se aproximaba al lugar donde celebrarían la misa –recuerda-, su corazón latía más rápido y tenía la certeza de que algo iba a suceder. “Cuando llegué a la parroquia de la Santísima Trinidad vi al padre Luis Escobar –que ahora es nuestro querido exorcista oficial en la región- y me sentí como si alguien me estuviera esperando. Era una cosa muy linda estar allí y nada más entrar me arrodillé ante Cristo, lloré hasta que me cansé y le pedí que me sanara”.


El palpitar y la alegría crecía en la medida que María vivía los momentos de la Eucaristía y después de comulgar, oraron con fervor.

“Al finalizar la eucaristía el padre guió la invocación al Espíritu Santo, adorábamos al Santísimo Sacramento y yo vibraba interiormente cuando nos invitó a todos a hacer una fila para ir recibiendo uno a uno su bendición, sus manos sacerdotales posadas en nuestras cabezas, su súplica a Dios por nuestras necesidades. Delante de mí, había un par de personas y una de ellas, apenas una niña, se desplomó al ser bendecida. Pensé que como allí en el sector hay mucha gente bien pobre a lo mejor la pobrecita no había comido bien y por eso el desmayo”.

Hasta ese momento María Ramos desconocía el regalo que para los creyentes significa la visita explícita del Espíritu Santo y los efectos que en algunos esto genera…

“Avancé el par de metros que me distanciaban del padre Luis y cuando me imponía sus manos mis párpados se cerraron… en fracción de segundos la sensación como de estar en el aire, plena, y los rezos del sacerdote llenaban todo aquél espacio. Y a la vez sentía que un remolino de viento me daba vueltas por dentro del cuerpo. De repente sentí que volaba y de un momento a otro dejé de escuchar aquella voz… luego estaba tendida en el suelo y no paraba de llorar. Mientras estaba ahí, escuché a alguien que me rezaba, pero no entendía el lenguaje en que lo hacía. Yo sólo seguía llorando, serena. Después de varios minutos me desperté, me incorporé y ahí me di cuenta…. ¡Podía apretar, empuñar, mis manos! Y a toda voz exclamé: «¡Están sanas!». Como si fuera una niña feliz en día de navidad, riendo, abracé a la señora que tenía más al alcance… y ¡No me dolían mis brazos! La mujer a quien abrazaba me dijo entonces: «Dios hizo un milagro en usted». Sí, era innegable, el Señor me sanó”.



El padre Luis Escobar en una oración eucarística


Tal como ocurrió con la sanación del joven paralítico narrada en el Evangelio de Juan, María se fue contenta de aquella parroquia y llegó a su casa. Al cruzar el umbral, abrazó a su esposo Manuel, lo tomó de las manos y habían lágrimas en ambos, pero de alegría. “Le dije que me apretara fuerte, pues no tenía nada, no había dolor”.

Desde ese día, no volvió a tener dolores en sus articulaciones. Siguió asistiendo a las misas con padre Luis en Rancagua y convocó a otras personas para conformar un grupo de intercesión de laicos que celebra jornadas de alabanza y adoración al Santísimo Sacramento en Pelequén, guiados por el padre Luis Escobar.

“La primera misa se repletó la Iglesia, estaba llena de gente y ya es tradición que el Padre Luis venga todos los segundos domingo de cada mes. Por mi parte, le dije a Dios que hiciera Su voluntad en mí, y desde hace poco más de un año comencé a ser servidora [responsable durante unos años en un grupo de oración carismático, cada grupo tiene varios; nota de ReL] y asisto a quienes caen en descanso, organizamos grupos para visitar enfermos, hacemos cajas de caridad para la gente que lo necesita, oramos por enfermos y hemos tenido la gracia de esta fraternidad habitada por el Espíritu Santo”.