Jacqueline Bazaéz es una mujer de 46 años, nacida y criada en la ciudad de Los Andes (Chile), madre de tres hijas y viuda desde hace seis años; su pasión por la cocina le ha permitido trabajar vendiendo colaciones en colegios y otros lugares de la zona.

Jacqueline hoy es feliz, se levanta a las cinco de la madrugada cada día para comenzar su trabajo.

Lo primero que hace es orar… “Dios me dio una segunda oportunidad, mi vida era muy tormentosa, estaba en un círculo vicioso… Dios me quiere tanto que me dijo: «¡Despierta mujer!»”.


Cuando inició la relación con su esposo, ella –que gustaba de los boleros- le dijo un poco en broma… “No te enamores de mí, porque yo te haré sufrir”, pero la historia fue inversa. Ya ha perdonado y se refiere a él como un hombre muy inteligente, joven con muchas ganas de vivir, con un talento innato para la pintura.

Jacqueline nunca pensó que aquella linda amistad con Óscar -quien luego sería su marido- podría terminar en una relación de amor. Ambos eran jóvenes plenos de ilusiones. Óscar estudiaba Medicina, Jacqueline era muy amiga de su madre y bellos momentos marcaron el inicio de este nuevo caminar por la vida.

Pero la historia comenzó a tornarse compleja luego de saber que su suegra tenía cáncer. “La señora Nancy era todo para Óscar” dice conmovida. Sin pensarlo mucho decidieron darle un nieto, para otorgarle la alegría de ser abuela. Nació una bella niña, a quien también llamaron Nancy. Hubo alegría, ilusiones, esperanza, pero al poco tiempo el cáncer terminó con la vida de la abuela.

Las razones del cambio en el alma de Oscar se encuentran en su historia… quizás el haber padecido por años el desvarío de un padre maltratador y alcohólico, también su baja tolerancia a la frustración, la herencia y lo que él mismo había construido o no desde su alma, pues tampoco él vivía un vínculo sólido con Dios.

Lo cierto es que el marido de Jacqueline se refugió en las drogas y rebelándose, herido, abrió la compuerta de la ira…


“Él se recibió de Médico, comenzó poco a poco a golpearme, llegaba a la casa y me agredía por diferentes motivos, creía que yo le escondía la droga. ¡Entonces me revisaba entera, me desnudaba incluso, pero no encontraba nada!; él consumía drogas duras, como pasta base, cocaína y además era alcohólico. Yo siempre ponía la otra mejilla, era mi marido, y caí en una depresión muy grande”.

Jacqueline, atrapada, vivió su noche oscura e intentó en reiteradas oportunidades quitarse la vida… “me sentía un estorbo, que yo nada valía”.

Sin trabajo, sin ingresos propios, su autoestima era casi nula.

El suegro en quien buscó ayuda para que aconsejase a Oscar… justificaba al hijo. Peor aún, cuando Jacqueline, golpeada, pedía ayuda a la policía, ellos acudían… pero al reconocer que el agresor era su marido, figura pública en aquella pequeña ciudad chilena, le decían que se tranquilizara, que se fuera a dormir… ¡Cuando ella lo único que sentía era miedo y ganas de arrancar!, recuerda.

El año 2008 Oscar, víctima de su adicción y el trasfondo de daño espiritual que en ella latía, falleció por sobredosis.


Jacqueline recuerda que en ese instante se aferró a Dios y en el silencio de su alma sintió que Jesús la llenaba y pudo ver con otros ojos a su esposo y perdonarlo.

El sentimiento de amor sobrevivió a la tormenta… “Él fue un hombre muy bueno, pero estaba enfermo. Como muchos médicos que se creen poderosos, sabios, no creía en Dios”, afirma.

Y vino una nueva prueba de fe cuando nada más sepultar el cuerpo de su esposo, fue acusada por el suegro ante los tribunales de justicia de ser una drogadicta. Buscaban quitarle la tutela de sus hijas. Pero las pruebas médicas mostraron la verdad.


“Yo consumía Benzodiazepina con prescripción médica, por mi depresión. Estuve diez años con muchos medicamentos, pero el 23 de marzo del año 2009 la dejé por completo… Ese día estaba al límite, veía la muerte y Dios, que me quiere tanto, me dijo en oración: «¡Párate!» «¡Despierta mujer!». Entonces reaccionó mi alma y dije «Yo me la puedo»”, cuenta emocionada.

Jacqueline palpó en hechos la mano de Dios que la sostenía y con amor le rinde honor reconociendo que sólo en él podía confiar… “Y me aferré en cuerpo y alma. Hoy tengo a mis hijas y todos los días las protejo, las cuido, les digo que las amo, les cocino rico…y Dios me dio unas manos para cocinar y dicen que cocino rico (sonríe)… y trabajo aquí en casa pudiendo cuidar mejor de mis hijas”.


Dios, dice, le ha enviado buenos prójimos porque son los mismos Hermanos Maristas del Instituto Chacabuco de Los Andes, donde estudian sus hijas pequeñas quienes “abrieron sus puertas para que pueda vender mis colaciones”.

Cuenta que se ha puesto de pie porque ha sabido “quererse” pues para poder querer, dice, primero hay que amarse.

“Yo me amo, porque Dios me ama, ahí puedo dar amor”. “Dios te dirá: ¡tú eres capaz! No andemos con mediocridades, esas mamás que dicen: “no puedo” yo no lo concibo, pues tenemos un ser maravilloso que es Dios, Él nos acoge, nos envuelve en su manto y después nos dice: «ahora, a esforzarse». Porque lo mejor que a una mujer le puede pasar en la vida es ser madre, ellos no piden venir al mundo, somos nosotras las que los traemos y eso es una bendición de Dios… ¡Vamos mujeres, se puede! La vida es un barquito y hay que remar para un mismo lado”.