Scott Woltze era un adolescente que decidió ser un tipo duro, y lo consiguió... en una de las peores cárceles de EEUU. Después decidió ser un académico, un intelectual, y también lo consiguió. No contaba con Dios para nada.

En abril de 2007, tres experiencias místicas le cambiaron para siempre. Hoy las cuenta en su blog bringustolife.blogspot.com.es .


Scott se crió en una familia de origen católico, aunque de niño y adolescente la misa no tenía ningún significado para él. El ambiente en su casa y su familia era muy malo, conflictivo e inestable. Se sentía solo, todo le parecía absurdo y sin sentido. De niño recibió palizas y fue golpeado, y al crecer decidió que ya no se sometería a nadie, que sería duro y agresivo.

Se juntó con otros chicos y empezó su escalada de pequeños crímenes: vandalismo, peleas, robos. Sentía cierto placer en destruir cosas de desconocidos: ¡que vieran lo absurdo de la vida! El dolor y lo autodestructivo daban algún sentido a la existencia.

Con un cuchillo al rojo vivo se marcó dos heridas en el pecho

: saber que las heridas sangraría al levantar pesos y hacer esfuerzos le parecía especialmente adecuado.
"Pensé que las quemaduras me endurecerían y taparían otros dolores más profundos", escribe.


Cuando decidió atracar bancos lo hizo como una rebelión metafísica, como el capitán Ahab perseguía a Moby Dick, dice: un acto de afirmación egoísta frente a una vida cruel y sin sentido.

Sus dos primeros atracos a bancos, con 18 años ya cumplidos, le hicieron sentir vivo y emocionado. El tercero, ya no: era banal. ¿Subiría la "dosis" de crimen para mantenerse estimulado? Más bien estaba pensando en dejarlo todo, quizá suicidarse.

Por suerte (así lo admite) un colega criminal se "chivó" a la policía de Portland a cambio de una recompensa y otros beneficios: les contó que Scott había atracado bancos en Washington. Y fueron a detenerlo. Al ver venir la policía, Scott tomó su rifle semiautomático de debajo de la cama. "No es que pensase disparar a la poli con él; simplemente, me daba la impresión de que era lo que se supone que un atracador de bancos debía hacer", recuerda. Pero una idea pasó por su mente, sorprendiéndole: "¡no quiero morir, soy joven!" Tiró el rifle y salió corriendo vestido solo con sus boxers. Le atraparon poco después.


El juez tenía fama de mandar mucha gente a la horca, pero al analizar el caso de Scott se ablandó y hasta se rió. El chico se había gastado todo el dinero en tonterías como ropa de seda y un coche caro, como imitando a los gánsteres de las películas de los años 30. Más que un atracador, pensó el juez, parecía un bobo imitador.

Además, Scott lo contó todo, con pelos y señales. De hecho se sentía aliviado de confesar: no arrepentido, sino que le parecía cómodo formar parte de algo, aunque fuese un juicio. Además, no tenía antecedentes oficialmente.

Con todo, le enviaron a una de las prisiones más duras, de máxima seguridad, Clallam Bay. Se la consideraba una "escuela de gladiadores": entrabas duro, y salías feroz.

El tenía claro que desde el primer momento debía mostrarse inflexible, sin miedo y digno de la confianza de los reclusos jefes. Los cobardes, los débiles y los abusadores sexuales enseguida pasaban a formar parte de la clase explotada, oprimida por los tipos duros, los "tíos de fiar". Y Scott, que no tenía miedo a nada y no tenía nada que perder, pronto entró en el círculo de los "tíos de fiar".


Allí, entre los criminales que respetaban a los fuertes, Scott encontró lo que las calles, la escuela y su familia no le habían dado: un código de honor y una comunidad.

Había una auténtica camaradería y una auténtica amistad: se salía del individualismo para entrar en una red comunitaria guiada por el código del convicto. Una red sólo para fuertes, un código para los que cumplen las normas, en un entorno de asesinos y ladrones. Y así aprendió que "las personas y sus posesiones merecen cierto respeto y cuidado". Scott ya no tenía que demostrar que era un tipo duro: ¡lo era oficialmente!

Se sentía seguro en la sociedad presidiaria. Y podía plantearse preguntas sin ira. ¿Quién era él realmente? ¿Algún libro de grandes sabios del pasado le podría ayudar?

Así empezó una doble vida en prisión: un "tío de fiar" para los presos; un lector empedernido y gran estudiante de literatura y filosofía para las autoridades. Las dos cosas eran ciertas.


Empezó leyendo los Evangelios. Si Dios existía, quizá merecía que se le diese una oportunidad. Los Evangelios eran apasionantes, se leían con agilidad, "estaban como cargados de electricidad". El problema no es que fuesen verdad o no: es que eran impracticables. "¿Quién puede vivir esto?", pensaba el joven Scott.

Perdón, paz, mansedumbre, paciencia, disponibilidad... ¡él, que había jurado no ser nunca más vulnerable, no ser débil! Scott paseaba por la prisión "meditando las dulces palabras de Jesús, con los puños cerrados listos para golpear al primero que se mostrase irrespetuoso conmigo".

Además, ¿quién iba a los servicios religiosos en prisión? Los débiles, los blandos, los presos por delitos sexuales, aquellos a los que no debes frecuentar para que no piensen que ya no eres un "tío de fiar". Había alguna excepción, chicanos e hispanos, tipos muy duros, sí, pero se entendía que no debían hablar de su religión, que era algo estrictamente privado. El camino de Jesús era impracticable, y simplemente lo desechó.

Leyó algo de religión oriental, muy tamizada por la "nueva era": no era nada práctico, y la cárcel obliga a tener los pies en la tierra. Además, clásicos "new age" como "Las enseñanzas de Don Juan" y libros de Castaneda eran contradictorios e incoherentes.


Así que se volcó en el canon filosófico de Occidente: Voltaire, Rousseau, Hobbes, Tosstoy, James Joyce, Camus... Los leía, analizaba, tomaba notas, escribía artículos, memorizaba poesías. Se disciplinó, con hábitos de muchas horas de lecturas y estudios. Se hizo las grandes preguntas: la naturaleza de la vida humana, cómo ser feliz, qué es la virtud y la integridad...

Como siempre necesitaba más libros, escribió a varias instituciones pidiendo donaciones de libros para la Biblioteca. Casi nadie respondió, excepto un tal George Weigel, del Centro de Ética y Política Pública, que le envió unos libros y respondió con una carta dándole ánimos. Luego ese Weigel se haría famoso como biógrafo de Juan Pablo II y analista político-eclesial. Scott se lo encontraría años después, fuera de la cárcel, y se asombraría al ver que Weigel recordaba su caso.


Pasado algo más de un año, y siendo un interno ejemplar, las autoridades plantearon trasladarle a una prisión de mínima seguridad, "una especie de escuela de adultos inmaduros donde los pringados y los delincuentes sexuales pueden mezclarse con todo el 


mundo". Scott estaba horrorizado. ¿Dejar él a sus compañeros y amigos, muchos condenados de por vida? Decidió que buscaría algún violador para pegarle una paliza y asegurarse unos años más de prisión.

Pero dos jefazos de la cárcel le disuadieron. "King" era un jefe del sindicato del crimen de Atlanta, que había contratado 11 asesinatos. Cuando saliese, su sindicato premiaría su silencio en prisión con dinero y fiestas. Danny era un distribuidor de cocaína que mató a dos camellos callejeros por ser deshonestos. Los dos le dijeron:"Scott, mira a tu alrededor, esto no es lo que quieres". Ellos mandaban, y él obedeció. "Eran mis amigos realmente, renunciaban a un ´tipo fiable´ por amor desinteresado. Por favor, haced una oración por ellos", escribe hoy Scott.


A los 21 años, con una conducta intachable, Scott estaba en la calle de nuevo y se puso a estudiar en el Reed College, un lugar con fama de formar profesores de Letras con prestigio en todo el país. (También es famoso porque Steve Jobs dejó ese centro para fundar Apple). Después empezó a estudiar un doctorado en Políticas en la Universidad de Michigan.

El caso es que en prisión había conocido lo que era un código de honor y una comunidad, y en el mundo académico no veía nada de eso. En prisión era una persona disciplinada sinceramente volcada en la búsqueda filosófica de la verdad y la coherencia, y en el mundo académico sólo había cinismo y relativismo, y a Scott se le pegaba.

Se daba cuenta de que su inquietud filosófica por el bien común se quedaba en nada, sustituida por narcisismo. Se sacó muchas novias, con las que cortaba cuando el primer enamoramiento y la primera pasión sexual pasaban.

Buscaba placeres para "apurar" cada posibilidad: algunos honestos (bicicleta de montaña, levantar pesas, rugby), otros exhibicionistas (noches enteras de discoteca sin camisa, muchas compañeras sentimentales).


En la Universidad, casi todos eran como Scott, filósofos y académicos "humanistas seculares", que despreciaban cualquier discurso religioso. Pero sólo coincidían en eso: 


no eran una comunidad. ¿En qué basaban su esperanza, o el sentido de la vida? Cada uno en una cosa distinta. No había nada común: cada uno tenía su discurso, solipsista, ajeno al de al lado. Era una torre de marfil de eruditos que hablaban solos.

En ese ambiente, Scott sufrió algunas enfermedades estomacales y luego una dura depresión. Incluso fue a confesarse a un cura sólo para decir que pensaba en suicidarse. ¿Fue este momento de debilidad cuando Dios le tocó? No. La depresión pasó, dejando un Scott más amable y paciente. Pero no tenía inquietud religiosa alguna.

Pasaron entonces 4 cosas que prepararon el camino a su conversión. Las llama "momentos de gracia".


Primera gracia: se dio cuenta de que las pocas personas de entornos académicos que vivía según la ley moral natural, incluso los que no eran directamente religiosos, "tenían una paz y un gozo que nosotros los secularistas no teníamos".

Scott da gracias a Dios porque podría haber desdeñado esto como hacían otros, con burlas y desprecios, pero no lo hizo: le pareció algo valioso y envidiable que otros tenían de forma indudable.


Segunda gracia: se salvó en un accidente porque oyó "una voz". Conducía su coche, paró en un semáforo, y un camión bloqueaba su visión lateral. Se puso verde, se preparó para avanzar. "Una voz, calma pero seria, vino, fuera de mí, y dijo: "No vayas". Quedé asombrado, y no me moví: no por obediencia, ¡sino porque me había aturdido oir una voz! No había nadie, las calles estaban vacías". En ese momento pasó un coche a toda velocidad que le habría arrollado y sintió que había slavado su vida por esa voz.

"Veamos esta evidencia. Debe haber seres inteligentes junto a nosotros que nos protegen, como ángeles", se planteó como hipótesis de trabajo, en frío. ¿O eran quizá extraterrestres amables? Pero parecía menos creíble. Él no creía en lo sobrenatural, pero se mantenía intelectualmente honesto. No podía autoengañarse con cháchara autoconvincente sobre "intuición" o "instinto natural", afirma. "Yo oí lo que oí; no se si fue una voz interior o exterior, pero no podía explicarlo científicamente. Lo guardé en mi corazón y me maravillé".


Tercera gracia: una noche tuvo un incidente con un tipo grosero que molestaba a una compañera gorda en un bar. Scott le mostró los puños y el grosero se calló y apartó. Enfadado, Scott salió a la calle.

Un parapléjico del campus le pidió en ese momento que le ayudase con su coche. Scott notó que su enfado desaparecía ayudando a esta persona. Vio que podía ayudar sin recurrir a la ira y la violencia. Entendió que podía haber acallado al grosero, con ayuda de otros, sin violencia. Para el antiguo y duro presidiario atracador de bancos, era un cambio. Otro camino era posible.


Cuarta gracia: una camarera le invitó a ir a su iglesia presbiteriana. Era guapa y no tenía una buena excusa a mano, así que Scott accedió. Miraba a los presbiterianos como el antropólogo a los indígenas amazónicos. Pero le gustaron muchas cosas: eran honestos y amigables, y muy serios estudiando la Biblia, analizando textos, idiomas y traducciones... ¡que era lo que él hacía como especialista en Letras! Entendió que había gente que vivía de otra forma.

Y entonces llegó la experiencia mística.

Scott estaba cortando el césped. Era abril de 2007, por la mañana. En lo académico estaba contento, pronto impartiría su primer curso de verano. Pero en lo personal estaba molesto: por razones egoístas, estaba distanciándose de la camarera guapa, una chica que necesitaba amistades y había tenido una vida dura. "Tienes 33 años, a ver si creces de una vez", se recriminaba a sí mismo. No le gustaba cómo trataba a la gente. Llevaba 12 años con cambios de novias, y sólo había encontrado más y más soledad. Decidió que quería el bien de esta chica, que tomaría otro camino,

"Mientras giraba una esquina con mi cortacésped, de repente, toda mi persona resonó con una intervención divina. Una voz tranquila desplazó cualquier otro pensamiento y sensación, y clara y plenamente presente en mi mente, dijo: Te amo, y te perdono. Al terminar estas palabras, un inmenso amor que nunca creí posible ardió en mi pecho como un horno. Era un amor que consumía, pero a la vez era suave; lentamente se extendía de mi corazón a mi cabeza y hacia mis pies. Con ese amor, Dios colocaba en mi mente -como quien pone cosas en la estantería- dos convicciones. Primera: que quitaba el peso de mis hombros, la desconfianza, el cansancio y la fiereza del ex-presidiario. Segunda: la promesa, la intención de Dios, de restaurar en mí el niño que había sido 25 años antes. Dios me devolvía a mí mismo".

De esa experiencia mística, Scott saca la fuerza para decir que la promesa de Apocalipssis ("ya no habrá luto, ni llanto, ni dolor, las cosas viejas han pasado; yo todo lo hago nuevo"; capítulo 21) es cierta.

"A los que han sido víctimas de abuso, los que han perdido un niño, los que tienen el corazón herido, desesperado en la cautividad del pecado o la soledad... a todos les digo que el abrazo amoroso de Dios aniquila toda lágrima y dolor. Una vez has sentido ese abrazo, no necesitas una explicación de Dios. Él es bastante", asegura hoy.


Sus vecinos sólo habrían visto que Scott se paraba unos 10 segundos con el cortacésped. Luego habrían visto que seguía cortando, más rápido. Pero todo había cambiado: su corazón ardía. Y ardió un rescoldo durante tres días, disminuyendo poco a poco su intensidad. Y pensaba. ¡Dios se le había revelado como amor, pero no le había dado su Nombre! ¿De qué religión era? ¿Qué quería de Scott? Eso se preguntaba. ¿Tenía que hacer él algo?

Al día siguiente de esta experiencia, aún con esa llama en su interior, puso la radio mecánicamente para entretenerse mientras fregaba. Era un típico programa de hombres que se jactan con comentarios machistas y despectivos sobre mujeres y conquistas sexuales. "Me apresuré a quitar la voz, me daban ganas de vomitar", recuerda. Aquello, que antes veía más o menos normal, era incompatible con el amor de pureza y bondad que calentaba su corazón. Había cosas incompatibles, no todo valía.

Después de dos días de comer poco y dormir poco, experimentando ese calor en su alma, sintió que disminuía la llama, "como el agua sale de un cubo con un agujerito". El tercer día, cesó la sensación.


Esa noche decidió salir a correr con sus perros por un parque con bosque. "Nada más llegar allí, un pensamiento maligno me pasó por la cabeza. Y luego otro, y otro. Cada uno era peor que el anterior, un crescendo de maldad. Me asombró no sólo la malignidad de esas ideas, sino que claramente venían de fuera, como si una entidad invisible los metiese en mi mente. Adiviné de inmediato que debe haber algo así como espíritus malignos, y que Dios me permitía claramente distinguir sus acciones en mí, de lo que eran mis propios pensamientos".

"Salí del coche, empecé a correr, a un paso rápido, hablando y gritando en voz alta todo el rato, en alabanza, adoración, y deseo de entender mejor. Me emocionaba ver que Dios no me había dejado huérfano, como temía, sino que me mostraba más cosas, aunque no fuesen buenas noticias. Y me preguntaba, una y otra vez,: ¿existen los demonios?"

Y al girar una esquina en aquel parque vacío en la noche, los vio, bajo la luna. "Era como una escena de película de terror: mil demonios furiosos avanzando hacia mí, como mil experimentos genéticos fallidos. Sus pieles eras naranjas, marrón sucio, verde milo, rojo eléctrico, pero todas horrendas. Aunque tenían un aspecto monstruoso, y trataban de llegar a mí, no me asusté: les bloqueaba algo a unos 50 metros de mí. Era una especie de zona desmilitarizada entre nosotros, y yo sabía que era la proteccción de Dios, que Él me quería mostrar algo bajo su protección".

Scottt no cree que los demonios tengan realmente cuerpos humanoides deformes. Opina que son espíritus, pero que esa apariencia, lo que Dios le permitía ver de ellos, expresaba su deformidad, cuánto se han separado de los espíritus puros que fueron una vez.

"Durante varios segundos, Dios levantó el velo que separa lo natural y lo sobrenatural. Tres días antes, no me sorprendió descubrir que Dios existe; algo parecido a un ángel me había salvado de un accidente meses antes, y antes de eso yo era un agnóstico dispuesto a admitir algún tipo de dios-relojero de la Ilustración, que pone en marcha el mundo y luego se retira. Ahora, me asombraba ver que Dios me conocía y me amaba,y me revelaba su amor. Pero lo de los demonios fue la mayor impresión de mi vida. Lo primero que pensé fue que el típico granjero medieval entendía mejor nuestra condición humana, sus peligros y posibilidades, que las personas más inteligentes que yo conocía".

Pasados esos segundos, desaparecida la visión, Scott recapituló lo que mostraban sus experiencias: que había un sólo Dios, que exigía el bien y luchaba contra el mal, que había demonios. Todo eso apuntaba a las religiones abrahámicas, no encajaba con las orientales. Y pensó que si Dios se había revelado a él, seguramente lo había hecho ante más personas en más ocasiones, y que esa revelación se habría conservado.


Se fue a la cama exhausto. Y al despertar a la mañana siguiente, notó algo en la esquina superior izquierda de su línea de visión: era como una imagen, del tamaño de una moneda, con la silueta de hombre sobre un fondo dorado brillante.

"La imagen estaba presente siempre, no importa donde mirase, incluso si cerraba los ojos: era como si la hubiesen estampado en mi mente". Cuando él intentaba enfocar en la imagen, se hacía más nítida. Cuando la desatendía, se ponía traslúcida, pero coloreada; seguía ahí, como una salpicadura de color en unas gafas.

El hombre de la imagen estaba fijo sobre su fondo dorado. No había forma de enfocar la mirada sobre el núcleo de su rostro, pero sí en el resto de su persona: pelo largo y oscuro a la altura de los hombros y aspecto de mediterráneo antiguo, por sus ropas y piel morena.

"¿Quién era? Dios callaba. Yo deseaba que fuese Sócrates, Platón, Aristóteles... nuestra mente se siente cómoda con lo que conoce". Pero no tenía el pecho ancho de Platón ni la nariz famosa de Sócrates. ¿Elías, Juan Bautista, incluso Mahoma? Era el síndrome "todo menos Jesús, por favor", que -como Scott descubriría en los siguientes años- es común en muchas personas con conversiones impactantes.

Allí permanecía, en esa esquina de su visión, durante 10 días, y Scott se impacientaba: ¿qué quería decirle Dios con esa imagen? Ya desesperado, volvió a enfocar sobre ella... y vio que se movía, que una brisa extraña movía su pelo. "Es un hombre real, un hombre vivo", pensó. Y era obvio para él que no vivía en este mundo, sino en otro, que debía ser el Cielo. "Ya no podía seguir engañándome: aunque yo no podía ver su rostro claramente, Él sí me veía a mi con claridad: y lo admití: sí, es Jesús".

Ahí desapareció la imagen. Y se acabaron las experiencias místicas, que se habían concentrado en esas dos semanas. Ya no habría más. Ahora era cosa suya seguir investigando: ¿dónde encontraría más de ese "sabor", ese "aroma" que había gustado?


Lo encontró en los Evangelios: con alivio descubrió que el Jesús que allí habla y actúa encajaba con el Dios que se le había revelado. Durante un tiempo él, académico, profesor de Letras, evitó las sutilezas de la teología: quería simplicidad.

Pero necesitaba leer más: y optó por las "Florecillas de San Francisco", las anécdotas medievales del santo de Asís. Aquello tenía "ese sabor" que él había vivido. Y después, la "Introducción a la Vida Devota", de San Francisco de Sales. Y después, los primeros Padres de la Iglesia.

Sus conocidos presbiterianos tenían valentía, fe, celo por Dios y amabilidad, pero su culto estaba más centrado en ellos mismos que en Dios. Y él quería adorar a Dios, mirarle, descansar en Él. Lo buscó en la liturgia católica, y en la variante más sublime en la que pudo pensar: buscó una misa por la Forma Extraordinaria del rito romano. La encontró en una parroquia levantada por inmigrantes polacos en Detroit. Tomó el misal en inglés y latín, y nervioso se preguntó si aquel sería su lugar.

Sonó una campana. Se levantó con todo el mundo. Empezaron a cantar "Asperges Me". "Con sólo cantar las dos primeras palabras, supe que estaba en la casa de Dios, que finalmente estaba en casa".