En una mano el machete y en la otra, el bastón.

Francisco Mais camina a paso firme, raudo y veloz, sin pausa. Cuesta seguirle con un andar torpe sobre un mar de caña cortada. Francisco sabe que el día se acaba en unas horas y todavía tiene mucha caña que cortar.

De espalda curvada, cuerpo menudo y piel ennegrecida por un sol que atosiga, este picador de caña de azúcar asegura que le queda poco para cumplir 100 años. Lleva 90 haciendo lo mismo.

Amanece de noche, con el sol todavía dormido, se calza las viejas botas de goma, quizás con algún que otro agujero, se pone una de las dos únicas camisas que tiene –tiesa por el sudor seco del día anterior- y parte hacia el cañaveral. A cortar caña. A sembrar caña. A recoger caña.

Esa ha sido su vida siempre y esa sigue siendo, aún ahora cuando se vislumbra el ocaso de su vida. Y esta será su vida hasta que se muera.


Hace una década que el sacerdote español Christopher Hartley Sartorius gritó al mundo las brutalidades e injusticias que sufren los trabajadores de la industria azucarera en República Dominicana, la inmensa mayoría haitianos o de ascendencia haitiana.

Hoy, la vida sigue siendo un pequeño infierno para muchos hombres, mujeres y niños que no conocen más mundo que el que rodean los muros de los cañaverales, tan espesos que crean una suerte de verja con el mundo exterior. Un desgraciado símbolo que demuestra que el cañaveral es un estado dentro del propio estado.

Ahí dentro, rigen las leyes de un mundo salvaje, cruel y sin piedad que mancha de sangre, sudor y lágrimas el dulce azúcar que llega al mundo desarrollado. Más allá del cañaveral, la nada. Un mar infinito de caña les separa del resto de dominicanos.


Los culpables, según el padre Christopher, tienen nombre y apellidos: la familia Vicini, la más rica y poderosa del país, la misma que lleva 150 años manejando los hilos del poder económico y político de la República Dominicana; los hermanos Fanjul, de origen cubano y con pasaporte español y estadounidense, y el clan de los Campollo, oriundos de Guatemala.

Los nueve años que el padre Christopher pasó en San José de Los Llanos, un remoto pueblo en el sureste del país, recorriendo en su camioneta azul los bateyes (como así se conocen las comunidades dentro del cañaveral que viven del cultivo de la caña de azúcar) liberaron del yugo de la esclavitud moderna a los trabajadores. El resultado, su salida forzosa del país, a finales de 2006.

Sus críticas le convirtieron en una víctima necesaria para la supervivencia de la cruel industria. Debía desaparecer y dejar de convertirse en un problema para el país caribeño. Pero su lucha siguió, desde su exilio en Gode, en la zona somalí de Etiopía, en una de las regiones más inhóspitas del planeta. Desde ahí, en el desierto, rodeado de musulmanes, dirige ahora y desde entonces la batalla contra la miseria del cañaveral.


El ‘modus operandi’ de la perversa industria azucarera –el que empobrece y margina a los empleados desde el primer momento- se basa en la arbitrariedad más absoluta del sistema: engaño en el peso de la caña, manipulación de rendimiento, extravío de vales para cobrar la caña cada quince. Eso durante la zafra (tiempo de cosecha, de diciembre a junio).

Durante el tiempo muerto (el resto del año), los trabajadores ni siquiera saben de qué color es el dinero. La empresa les paga en vales, canjeables por comida y productos domésticos. Si quieren dinero en metálico, el vale se canjea con un 20% de interés. Así, de cada 100 pesos (unos dos euros), el bracero (cortador de caña) solo ve 80. Una ruina que aseguran los trabajadores no da ni para comer.

El sudor, gota a gota empeña los ojos hasta convertirse en una cortina que impide alzar la vista. Los ojos se empequeñecen. Las espaldas se encorvan. Las plantaciones de azúcar son el testigo de vidas desamparadas.


En su pequeña casita de paredes sucias de cemento, un cortador de caña “dominico-haitiano”, como él mismo se califica, musita su tragedia. Trabaja para los magnates del azúcar dominicano desde 1971 y hace cinco años se quedó ciego de un ojo tras golpearse con una grúa.

Forma parte de un grupo de trabajadores que recientemente ha demandado a la compañía para reclamar su pensión, algo que por sistema la compañía niega a sus empleados. Empieza el relato de su realidad.

“Aquí vivimos como animales salvajes. El dueño de la empresa se descuida de uno. Hace cinco o seis años que vivo de lo que siembro”. Dedicarse a sembrar yuca, plátano y poco más es el día a día de este trabajador abandonado a su suerte.

Durante los nueve años de lucha titánica en el país, el padre Christopher abrió la puerta de los derechos y la dignidad a trabajadores que hasta ese momento no se atrevían a mirar a los ojos a sus superiores y pensaban que eran propiedad de ‘la compañía’, como se conoce en el terreno a CAEI (la empresa de los Vicini propiedad de sus tres fábricas de azúcar).

Pero ahora, la batalla ha mudado de escenario y se encuentra en los despachos de Washington, donde el Departamento de Trabajo estudia el posible incumplimiento del artículo 16 del Tratado de Libre Comercio entre EEUU y República Dominicana sobre derechos laborales. Una investigación que está saliendo cara.

Cuanto más se eleva el caso –ahora pendiente de la publicación de un informe de evaluación definitivo que se demora demasiado con excusas inverosímiles- peor está la situación en el terreno.

La entrada a los bateyes por la puerta de Tubo –el principal acceso a las plantaciones Vicini- permanece custodiado desde hace un año y se le impide la entrada a todo aquél que sea una amenaza. No es casualidad.


El retorno a las medidas represivas de la compañía Vicini incluyen impedir y dificultar el acceso a los bateyes de la principal abogada de los trabajadores, Noemí Méndez y a cualquier colaborador del padre Christopher.

Una reacción que responde a la demanda que el sacerdote puso en febrero de 2012 ante el Departamento de Trabajo de EEUU denunciando que las condiciones laborales invalidan el Acuerdo de Libre Comercio entre República Dominicana y EEUU, que entró en vigor en marzo de 2007. Desde entonces, una tensa espera se ha apoderado de los cañaverales.


El proceso de denuncia pública del sacerdote alcanzó su punto álgido en abril de 2012, cuando una delegación del Departamento de Trabajo de EEUU visitó los bateyes para constatar la verdadera realidad del lugar.

Desde entonces, el silencio de una administración que se ha confesado temerosa de perjudicar los estratégicos lazos comerciales entre Santo Domingo y Washington.

La doctora Noemí Méndez es una de las pocas letradas del país que se atreve a llenar su pequeña oficina de casos que llevan el título de nombre haitianos.

Demandas y más demandas. Por despido improcedente, por desahucio repentino, por negar las prestaciones laborales tras décadas de sudor.

Así es el mundo de la caña. Dulce y amargo. Una planta alta, esbelta y bella que convierte en alfombras verdes el este del país. La misma planta elegante que al acercarse y tocar sus hojas corta como el cuchillo más afilado.


Esclavos en el paraíso, de Jesús García (LibrosLibres), el libro periodístico que recoge la lucha del padre Hartley en los cañaverales desde la fe y el Reino de Dios.

En el púlpito de la miseria, de Joana Socías (La Esfera de los Libros), describe los hechos de forma novelada.