“La historia del hijo pródigo es también mi historia”, adelanta Jean-Marie.

Todo iba bien en su familia y en su propia vida hasta que empezó los estudios universitarios. Le rezaba con frecuencia a la Virgen y en su entorno la oración era algo habitual. Recuerda, por ejemplo, hacerlo con sus compañeros de último curso para pedir a Dios que uno de ellos aprobase el bachillerato, porque temían que no lo consiguiese. “Podría decir que me sentía bendecido”, dice en Découvrir Dieu al referirse a ese periodo.

Decisiones libres... que encadenan

De golpe todo cambió. Sus padres se fueron al extranjero y él se quedó en su casa, en los inicios de su carrera y “contento de verse independiente y autónomo”.

Empezó a tomar “pequeñas decisiones”: “Decisiones que me alejaban de mi vida anterior, de todo aquello a lo que estaba acostumbrado. Y que al final se convirtieron en una adicción. Desgraciadamente, te ves prisionero de todo aquello que has elegido. Y ahora, ¿cómo escapar? En mi vida, Dios siempre había estado presente, pero finalmente opté por dejarle de lado. Eso no me impedía pensar en Él de cuando en cuando, e incluso volver ocasionalmente a misa, pero al final estaba tan ciego que no me daba cuenta de lo que me estaba sucediendo”.

Jean-Marie era consciente de su problema, pero no conseguía librarse de las dependencias que habían llegado a su vida a la vez que su independencia: “Era una perpetua recaída. Esa adicción me hizo perder todas mis referencias, hasta tal punto de sentirme enjaulado y sin fuerza de voluntad”.

Consejos de madre

Pasó el tiempo, y a la altura de 1997, cuando él mismo ya estaba trabajando y también fuera de Francia, recibió la visita de sus padres: “Ellos me conocían bien y mi madre comprendió que había algo en mi vida que no iba bien”.

Para ayudarle, le ofreció un libro que le habían regalado a ella en 1958 al ganar un premio de catecismo.

El testimonio de Jean-Marie.

La lectura transformó completamente a Jean-Marie. El libro contaba casos de personas como él y que habían vivido lo mismo, y eso le ayudó a comprender que no estaba solo, que su situación era la de muchas otras personas: “La rutina nos hace pensar que estamos solos, pero no es así, Dios está a nuestro lado y solo espera una cosa: que se le pida ayuda. Él nos tiende la mano, y pide que se la tomemos, como diciendo: ‘¿A qué esperas? ¡Estoy aquí! ¡Ven conmigo!’”.

La Pascua de 1998, Jean-Marie la pasó con sus padres, que le llevaron a una adoración: “Se trataba, pues, de rezarle a Jesús. Al volver a entrar en una iglesia, apenas había tenido tiempo ni de avanzar cuando me eché a llorar de tal manera que me dio vergüenza y me escondí detrás de una columna”.

Tras aquel episodio, su madre le propuso a acudir un retiro de varios días donde recobrar la calma, un encuentro de jóvenes entre 18 y 35 años como los que celebra cada verano la comunidad del Emmanuel en Paray-le-Monial, el lugar de las apariciones del Sagrado Corazón de Jesús, a finales del siglo XVII, a Santa Margarita María Alacoque.

El hijo pródigo

Jean-Marie estuvo por primera vez en 1999 y, como tantos otros en circunstancias parecidas, sintió la necesidad de confesarse. El sacerdote la recomendó leer el capítulo 15 del Evangelio de San Lucas.

Al día siguiente, corrió a ver de nuevo a su confesor. “Padre, ¡yo soy el hijo pródigo!”, le dijo, pues es la parábola contenida en esos versículos: “¡Hasta hoy no había comprendido hasta qué punto me he alejado de Dios! Si pienso en lo que ha pasado Cristo en Jerusalén durante la Pasión, veo que yo le he negado, yo le he abandonado, yo le clavé en la Cruz, yo le flagelé, yo le coroné de espinas… ¡Señor, una parte de todo lo que has sufrido era mía!”

Ciento por uno

“Comprendí también”, continúa Jean-Marie, “que Dios simplemente había esperado a que yo fuese a Él”.

“Cuando se dice que Dios da ciento por uno (cfr. Mt 19, 29), es mucho más de lo que imaginamos”, concluye Jean-Marie, refiriéndose a que en aquel retiro conoció a una chica: “Le compartí toda lo que había vivido, y ella vivía una experiencia similar. Volvimos a vernos… y luego se convirtió en mi esposa”.

“Doy gracias a Dios por lo que me ama y ama a todos… y por haberme recuperado, como le pasó al hijo pródigo en el Evangelio. Yo también, como él, tomé mi parte de la herencia y decidí llevar mi propia vida… ¡pero el Señor nunca me abandonó!”.