Cuando escribí el artículo titulado “Vuelve el integrismo”, aparecido la semana pasada, di por sentado que cualquier alusión al liberalismo ocasionaría una catarata de reacciones adversas, como así fue. La lucha fratricida y cruel entre absolutistas y liberales a lo largo del siglo XIX, dejaron un profundo poso de frustración y rencor en no pocas familias españolas, que aún perdura en nuestros días. Sin embargo, mirando al futuro, aunque, ciertamente, sin olvidar el pasado, puede ser provechoso analizar los hechos históricos con sosiego y cierta objetividad, para ver si se puede sacar algún provecho de ello.
 
En la evolución del liberalismo político hay que distinguir varias etapas y corrientes de actuación. En un primer momento tenemos como precursores, por un lado, al jesuita toledano Juan de Mariana (15361624), y seguidamente a la fértil Escuela Teológica de Salamanca de nuevos tomistas (los dominicos Francisco de Vitoria, Domingo de Soto, Martín de Azpilicueta y Tomás de Mercado, junto con los jesuitas Luis de Molina y Francisco Suárez), que formaban parte de la extraordinaria explosión intelectual, artística y espiritual que originó en España el llamado Siglo de Oro.
 
Oscurecida la teología humanista de la Escuela de Salamanca, surge, un siglo después, una nueva propuesta de humanizar y racionalizar la política, formulada por el puritano, pacífico y modesto, John Locke. Cristiano ferviente aunque latitudinario, si bien, como buen protestante, poco amigo de los “papistas”, había sufrido en sus carnes las funestas consecuencias de las luchas religiosas. Preceptor o asesor de la princesa Mary, la hija protestante del muy católico Jacobo II Estuardo, casada con el estatúder o jefe de la república coronada de Holanda, Guillermo de Orange o de Nasau, abanderado de la resistencia calvinista europea ante el acoso de Luis XIV y su catolicismo absoluto y regalista. Guillermo declaró la guerra y derrotó a su suegro, proclamándose, con su mujer, reyes de Inglaterra, Escocia, Gales e Irlanda. Había triunfado la Revolución Gloriosa (1688), remate de un período extremadamente convulso paro apasionante para cualquier persona aficionada a la Historia.
 
Locke, al regresar a Inglaterra (1689) con la princesa a la que había servido, llevaba bajo el brazo los manuscritos de sus obras todavía sin editar, el Ensayo sobre el entendimiento humano, el Ensayo sobre el gobierno civil o Segundo ensayo y las Cartas, en especial, la referida a la tolerancia, que publicaría, los dos primeros, al año siguiente. Locke sostenía, en contra de las tesis de Hobbes, que “sin el consentimiento del pueblo no se puede erigir jamás ninguna nueva forma de gobierno”. A su entender, el gobierno absoluto era una forma nueva que rompía el “contrato social” originario sin haber obtenido el necesario consentimiento de los otorgantes del contrato, es decir, del pueblo, de ahí que el gobierno absoluto no podía ser legítimo, no podía ser considerado un gobierno civil, o lo que es lo mismo, un gobierno del pueblo. Locke acababa de alumbrar la democracia moderna: “un gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, según lo definiría más tarde Abraham Lincoln.
 
El escribano inglés defendía, además, que “el poder legislativo y el poder ejecutivo, en todas las Monarquías moderadas y en todos los gobiernos bien regulados, deben estar en diferentes manos”. Empezaba a fraguarse la teoría de la división de poderes –por cierto, ahora totalmente violada en España-, que luego desarrollaría por extenso Montesquieu, al incluir el poder judicial, aunque nunca lo dijo de una manera expresa.
 
En este “catecismo protestante del antiabsolutismo”, según J.J. Chevalier (“Los grandes textos políticos, desde Maquiavelo a nuestros días”, Aguilar, 1955) bebieron todos los ensayistas ingleses (menos Burke), americanos y franceses del siglo XVIII. El Segundo Tratado estableció para lo sucesivo las bases de la democracia liberal, de carácter parlamentario y esencia individualista.
 
La máxima de Locke era la tolerancia, expresada en la frase “vivir y dejar vivir”, si bien los orangistas, sus amigos, fueron muy poco tolerantes con los “papistas”, partidarios de los Estuardos, a los que persiguieron con saña tan pronto como aquellos se alzaron con el santo y la limosna. También fue el primero en separar los asuntos religiosos de los políticos (recordemos, “a Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del Cesar”), cuando dijo en las Cartas, “todo el poder del gobierno civil afecta exclusivamente a los intereses civiles, se limita a las cosas de este mundo y no tiene nada que ver con el otro”. Este principio lo recogió de modo preciso y afortunado la Constitución de los EE.UU., cuando dejó escrito, ya en la primera línea de la primera enmienda de las que integran la Carta de derechos individuales, que: “El Congreso no podrá aprobar ninguna ley conducente al establecimiento de religión alguna, ni a prohibir el libre ejercicio de ninguna de ellas”. O sea, el Estado y su gobierno se declaraban incompetentes en materia religiosa, ajenos a las instituciones que se ocupan de las cuestiones del alma y de la fe de los ciudadanos, los cuales quedaban totalmente liberados para practicar sus credos y ritos, así como la propagación de sus creencias, siempre que respetaran a los demás. No se trataba de implantar un Estado laico y mucho menos laicista, empecinado en borrar las expresiones religiosas de la faz de la tierra, sino aconfesional, neutral y automarginado de lo trascendente que sólo a los individuos y a sus iglesias compete. Seguiré con el tema.