Corría el 2014 cuando, sin saber muy bien por qué, me marché a vivir a Los Ángeles. Bastaron unos meses para quedar encandilado con aquel mundo de fantasía revestido de mampostería, donde "sufrimientos de herrería convivían con placeres de juguetería". Mientras en Rodeo Drive el chándal fucsia con tacón de aguja compartía acera con caniches vestidos de Louis Vuitton, en Venice Beach eran mujeres de revista las que se daban pantagruélicos atracones de sol. Se podía decir que todo era perfecto. Verbos como "necesitar" o "pedir" apenas se sabían conjugar. O, al menos, eso me parecía a mí.

En mi lista de lugares que debía visitar estaba una de las calles, seguramente, más famosas del mundo. Cogí el metro y al salir aparecieron todos ellos por allí: Marilyn, Supermán, Mickey Mouse y un grotesco señor, que yo diría que era Tarzán. Riadas de fanáticos se hacían selfis con los ídolos de su infancia. Aunque el entorno transmitía cierta decadencia, aquel lugar seguía siendo, sin duda, la meca del glamour, de la fama, de grandes actores y de cada vez más impostores. Frente a mí, el Dolby Teather, la sede de los Premios Óscar. A su izquierda, el mítico Teatro Chino. Arriba, en la montaña, el cartel de todos los carteles.

Marlon Brando, Johnny Depp, Antonio Banderas, Bruce Lee… Por el camino de las baldosas amarillas un niño, que no era tan niño, jugaba a la rayuela de nombre en nombre por aquel homenaje erigido a la posteridad. Tiendas y tiendas de souvenirs y no había nada más que hacer. Cuando llevaba un centenar de estrellas en los pies me topé con una perpendicular. Me desvié unos cuantos metros y subí por una cuestecilla. Sin haberlo imaginado jamás, me encontré con un edificio muy singular. Un bonito jardín, una torre blanca como si fuera de barro, un atractivo edificio lleno de arcos… y un sobrecogedor ambiente de paz. En la puerta, una placa rezaba: Monastery of the Angels, Chapel of the Perpetual Adoration, Cloistered Dominican Nuns.

Atravesé una cancela y, como quien pisa la luna por primera vez, no supe muy bien qué hacer. Avancé unos pasos y descubrí una pequeña capilla. Era todo tan surrealista... Venía de pisar estrellas por los suelos y había acabado arrodillado hablando con el dueño y Señor de todos los cielos. Por un momento pensé que, estando donde estaba, se trataba de un gigantesco decorado, pero no, porque allí andaban ellas, de blanco y negro, en su pequeña tienda de recuerdos. ¿No era maravilloso? ¡El cristianismo resumido en apenas una manzana! ¿No era, acaso, aquella mal entendida Opción Benedictina? Un oasis repleto de Dios, donde el mundo grita: ¡Tengo sed!

El tiempo pasó y aquel recuerdo siempre me acompañó. Hasta que el pasado 17 de septiembre alguien me invitó a un concierto de música católica. Mejor dicho, de católicos que hacían música. Eran jóvenes y vibrantes, pero lo que más me sorprendió era algo más importante. Aquellos tipos habían entendido a la perfección que ser cristiano por descarte era algo bastante hilarante. Reconocerse hijos del Creador, pensaban ellos, era el mayor de los títulos nobiliarios. Que el cristianismo era la forma más elevada, excelsa, sublime, noble, glamurosa, moderna y envidiable de todas cuantas caben en un ser humano. Que, además, era, y es, un privilegio incomparable. Que un cristiano ha de darse por entero, y aspirando siempre a lo más grande.

Aquellas monjitas y ese grupo de chavales me habían enseñado el dónde y el cómo debía vivir el cristianismo. Juntos, en medio de la sociedad y desarrollando nuestros dones lo mejor posible. Con estas premisas, caminaba por la calle Benito Gutiérrez de Madrid cuando entré en un sitio que vendía perritos calientes. Ya ves tú. A simple vista no tiene mucho que ver, pero mi olfato había reconocido que entre esas cuatro paredes se daban aquellas máximas. Jóvenes normales con familias numerosas, ¡nietos que tomaban cañas con sus abuelos!, músicos, escritores… y todos, con una sonrisa de oreja de oreja. En un simple bar, ¡el de Jaume!, algo extraño debía pasar, que nadie era capaz de descifrar.

Pienso yo, pero igual no, que el dueño, un cristiano valiente con luengas barbas de patriarca, había entendido muy bien cuál era el quid de la cuestión, o, mejor dicho, de la misión: llevar a Dios allí donde está la gente, de forma sincera y atractiva. Terminé mi Coca Cola y me dije: ¡claro que sí! ¡Hagamos lío, pero que sea, siempre, con la excelencia como compañera! Por ello, ahora… precisamente… solo puedo pedirles clemencia. No tengan en cuenta esta mediocre columna… aunque, no se inquieten, que ya dijo el Maestro que llegaría el día, como todo en esta vida, en el que no quede verso sobre verso, y no lo duden, tampoco ¡Metaverso!