Mantenía una conversación en inglés mientras mi hijo (10 años) estaba muy serio a mi lado, cogiéndome por la cintura, que es adonde él llega. Yo posaba mi mano sobre su hombro. Entonces, entendí mal una frase. Totalmente al revés. En mi contestación, salí por los cerros de Úbeda o por the gentle hills of the Cotswolds. No sé si me di cuenta antes por los ojos desorbitados de mi interlocutora o por el leve brillo en el reojo de mi hijo.

Percibí antes el brillo, que me deslumbró. Al instante me pregunté: ¿me mirará así dentro de muchos años cuando yo esté, como diría el poeta, old and grey and full of sleep? Me dieron ganas de cumplir cuarenta años más de golpe.

Pero decidí no precipitarme y disfrutar el momento. No había ninguna condescendencia en ese brillo. Al niño, que estudia en un colegio bilingüe, le había hecho gracia mi metedura de pata; pero se reía -por lo bajo- conmigo, no de mí. Si me apuran, diría que nos sonreíamos del idioma inglés, tan travieso, y que nosotros, que declamamos tan bien la lengua del imperio, condescendemos (ahora sí) a hablar de vez en cuando, con cierta sprezzatura.

Nos unía una camaradería viril. Mi hija, que me quiere tanto como el niño, y me mima más, no habría dejado un instante de corregirme la pronunciación con ese perfeccionismo tan femenino, rayano en el nerviosismo. A mi hijo, en cambio, no ya mi acento andaluz ni mi sintaxis anarquista, que le son completamente indiferentes; es que el error garrafal le parece apenas un motivo estupendo para un silencioso cachondeo.

Ni después me dijo nada. Por eso vengo a contarlo aquí, porque también es precioso ese olvido suyo. Hay un poema de Pedro Sevilla sobre la amistad que se titula Para José Mateos y que se construye sobre el recuerdo de su abuelo abrazado a otro hombre, la mar de divertidos ambos y copeados, en una feria de San Miguel. Reconoce el poeta que "esta imagen, José, no es nada edificante"; pero para él, desde entonces, "la amistad es dos hombres/ que vuelven de la feria, o de la vida/ (que vuelven de la feria que es la vida),/ hermanados, riéndose, llorando/ con los brazos al hombro y con los ternos sucios". A ver si no se me va a quedar a mí fijada la anécdota; y el icono de la paternidad será un padre y un hijo cogidos por la cintura, hermanados, riéndose por lo bajo, de una metedura de pata del mayor en gobierno y autoridad; sin que el error les importe lo más mínimo.

Publicado en Diario de Cádiz.