El alcalde de Lérida ha prohibido el burka en los edificios públicos. Mis felicitaciones. Yo he sufrido el chador en la ciudad sagrada de Quom, en uno de mis viajes reporteriles a Irán. Me tropezaba con las haldas al caminar, tenía dificultad para gesticular y, sobre todo, pasé un calor infernal en el verano desértico. Mi traductor se burlaba y juraba que «ni mi madre ni mi hermana se quejan tanto, eso es cosa de la debilidad europea», pero cuando lo detuvieron por andar conmigo a solas por el Parque de la Reina Soraya, en Teherán, se le acabaron los chistes sobre las mujeres y los trapos.
Al menos el chador persa deja el rostro al aire, porque el niqab árabe oculta boca y nariz y el burka afgano impide incluso la visión de los ojos. En Yemen he conocido tribus que obligan a las mujeres a llevar máscaras de metal, con pequeños orificios para ver. Por Europa andan señoras que reivindican estas cosas, pero entre nosotros la libertad de practicarlas es plena. En los países mencionados, por el contrario, las mujeres viven y crecen sin poder usar el gesto para comunicarse, sin darse a conocer, preteridas frente a los hombres que aprovechan la ventaja de fruncir los labios, sonreír o mostrar disgusto, ponerse en jarras o aplicar el lenguaje corporal. Todo por una norma que ni siquiera es una regla coránica.

Que una mujer lleve pañoleta, como nuestras abuelas, es costumbre respetable. También llevamos mantilla nosotras en España. Pero que te coarten con trapos es cosa distinta. Europa debe impedirlo.

Publicado en La Razón