La formación de criterios morales lleva aparejada  la instrucción paulatina y prudente, que sólo se logra con un enjuiciamiento de los hechos a la luz de una escala de valores que considere el uso de la libertad humana en función del fin último del hombre. Los valores morales concurren al descubrimiento de la belleza y esplendor del amor, e indirectamente constituyen la mejor salvaguardia para la subordinación de la sexualidad al amor.
 
La educación moral, bien concebida, es liberadora para el interesado. Saber escoger lo que realmente nos conviene, aunque a veces no sea lo que nos apetece o gusta, nos hace mejores. Si la familia cree en los valores morales e intenta transmitirlos, si los amigos, los grupos en los que se mueve son sanos, está claro que se ha recorrido ya buena parte del camino. El educando que avanza en este contexto hacia una maduración moral, ya no considerará las normas éticas como una constricción, sino más bien como condiciones de libertad. Aparece entonces la verdadera moralidad; ya no se trata del miedo al castigo, sino de exigencias vinculadas a valores, entendiendo por valor lo que construye a la persona, siendo, según nos enseña Jesucristo, el amor el mandamiento y como consecuencia el valor principal (Mt 22,34-40; Mc 12,28-34). En esta educación ha de procurarse que lo sexual ocupe el lugar debido en el educando, conforme a la petición del Concilio Vaticano II: «los niños y jóvenes deben ser instruidos, conforme avanza su edad, en una positiva y prudente educación sexual» (Declaración Gravissimum educationis nº 1), a fin que lleguen a comprender racionalmente su importancia, pero sin concederle la presidencia en la jerarquía de valores. La formación sexual hay que configurarla como educación para el amor. Para que prevalezca la razón sobre la pasión ha de fortalecerse la voluntad, debiendo lucharse contra la obsesión de ver por un lado en todo pecado y por otro contra un excesivo erotismo, es decir, buscar las ocasiones de excitarse.
 
El control de la sexualidad, sin embargo, no debe imponerse desde fuera por el miedo, sino que es el propio educando quien debe conseguirlo, aunque sí se le puede y debe ayudar, pues sólo una conciencia bien formada es capaz de descubrir el verdadero sentido de la sexualidad y del amor. El modo no es ni ocultarle la realidad ni aislarle del erotismo ambiental, sino darle una buena orientación que le ayude a asumir el sentido de la sexualidad y le proporcione criterios positivos y adecuados al momento que atraviesa y a su realidad, sin abrumarle con culpabilidades. Esta orientación no se limita a una simple instrucción, sino que conlleva una educación sexual que le permita asumir reflexivamente los valores esenciales de amor, respeto y don de sí, integrando todo ello en el más amplio contexto de la educación integral de la propia personalidad. El adolescente ha de ir descubriendo una valoración positiva de la castidad, como aquello que le capacita para expresar su amor y abrirse a los demás.
 
Para alcanzar el desarrollo psicosexual completo, no basta con estar informado, sino que se necesita el complemento de una preparación emocional adecuada, en la que se ha de tener en cuenta la edad, el sexo y su grado de madurez. La sexualidad es mucho más que la satisfacción de una necesidad, puesto que son condiciones indispensables para una buena vida sexual el que haya comunicación y cariño. Una auténtica educación afectiva debe ser constructiva y llena de esperanza, insistiendo en nuestra capacidad de amar y ser amados, aunque tampoco se puede prescindir de prohibiciones, si bien no hay que exagerar y poner demasiado el acento en ellas. Las normas que conlleva esta educación, se aceptan fácilmente, cuanto mejor comunican los valores de la sexualidad y más se las vea como apoyos en el camino de la maduración personal.
 
Todo esto significa que nuestra madurez, en todas las edades, depende del uso que hagamos de nuestra libertad. Hay quienes saben aprovecharla poniéndola al servicio de la realización de valores, de la verdad y del amor, alcanzando así el desarrollo adecuado de su personalidad, mientras otros permanecen estancados en sus pasiones y en el egocentrismo.
 
Cuando ya tenía esto escrito y a punto de enviarlo me encuentro con la noticia publicada en ABC, que Sanidad quiere enviar a los colegios agentes sanitarios para impartir las consignas sexuales de la ley del aborto, consignas que defienden la promiscuidad sexual y que en un instituto extremeño los alumnos resumían así: tonto más tonta igual a embarazo; listo más tonta igual a aventura; tonto más lista igual a boda; listo más lista igual a sexo y diversión, sin complicaciones. Y no pensemos que los ministerios de Sanidad e Igualdad son imbéciles, los romanos ya decían que la cuestión de los nombres es ya cuestión sobre el fondo del asunto. Sustituir niño, bebé y recién nacido por criatura forma parte de la transformación del lenguaje conveniente y necesaria para transformar las ideas. No nos enfrentamos a gente tonta, sino a gente perversa.