Durante un tiempo han estado dándonos la tabarra con la engañifa del pacto educativo, que es tanto como si a un señor que tiene la cadera quebrada le dieran la tabarra con cataplasmas. El gran Leonardo Castellani, hace ya setenta años, designó el mal que aflige a la educación, y también su remedio: «La enseñanza primaria es un hueso roto del país, que no entrará jamás en camino de salud mientras no se ponga en su puesto, se entablille y se deje soldar en calma. Antes de eso, todas las cataplasmas que se le apliquen han sido, son y serán inútiles. Y la fractura consiste en la violación de un principio de derecho natural, el derecho de los padres a educar a sus hijos, menospreciado por el Estado liberal en su pretensión monopolizadora de la Escuela».

Y, mientras ese principio de derecho natural no sea restablecido, todo intento de alcanzar un pacto educativo será infructuoso; y, si se alcanzara, sería necesariamente dañino, pues lo único que demostraría es que la diversas facciones ideológicas en liza se han puesto de acuerdo para conculcarlo. La izquierda ya ha dejado claro en multitud de ocasiones que no piensa dimitir de esa pretensión monopolizadora, cuyo propósito no es otro que convertir a las nuevas generaciones de españoles en genízaros del socialismo, «mediante la repetición talmúdica -citamos de nuevo a Castellani- de la ideología gubernativa, convertida en una especie de religión monstruosa». Y es que la izquierda ha aprendido que el modo más efectivo de promover la ingeniería social que anhela no consiste en actuar desde una esfera política exterior, como hacían los regímenes totalitarios antañones, sino a través de «indoctrinamiento» cultural; esto es, modelando a su gusto y conveniencia la esfera interior del individuo, su alma o su conciencia o como queramos llamarla, de manera que lo que es imposición ya no se perciba como tal por el individuo, que se adhiere como un gustoso lacayo a ese «indoctrinamiento cultural». Así, modelando a su gusto la esfera interior del individuo, la izquierda ha logrado transformar la sociedad; y, desde luego, no está dispuesta a renunciar a tamaño logro.
A lo que sí está dispuesta -¡dispuestísima!- la izquierda es a alcanzar «pactos» con la derecha. Y es que la izquierda sabe por experiencia que todo proceso de ingeniería que prescinda de la derecha, está condenado a la autodestrucción; sabe que, para consolidarse, necesita un tonto útil que «conserve» los logros del proceso revolucionario, un tonto útil que de vez en cuando «frene» sus avances, para evitar el peligro de descarrilamiento. Este mecanismo, que la izquierda ha aplicado a machamartillo en todos los ámbitos de la vida social, adquiere su expresión más indisimulada en la educación, piedra angular del proceso de ingeniería social en el que nos hallamos inmersos: mientras la izquierda se ocupa de arbitrar nuevas leyes que conculquen de forma cada vez más agresiva el derecho natural de los padres a educar a sus hijos, la derecha desempeña con eficacia el cargo subalterno de «conservar» las leyes promovidas por la izquierda, de tal modo que luego la izquierda puede pegar otro acelerón agresivo sin que se perciba como tal.
Mediante la engañifa del pacto educativo la izquierda pretendía que su tonto útil predilecto se aviniera a bendecir los nuevos «avances» en la conculcación del derecho natural de los padres, a quienes ya ni siquiera se les concede la posibilidad de elegir el idioma en el que sus hijos van a ser convertidos en genízaros de la ideología gubernativa. Ha hecho bien la derecha en negarse a suscribir esa engañifa; pero hace falta saber si en el futuro se atreverá a restituir a los padres el derecho que les ha sido arrebatado, o si, como ha hecho hasta la fecha, se limitará a «conservar» los «avances» educativos de la izquierda, según el papel de comparsa que le ha sido asignado.

Publicado en el diario ABC