El domingo entre Navidad y Año Nuevo, la Iglesia celebra el domingo de la Sagrada Familia, que aprovecha como Día de la Familia, y cuyo lema este año fue Los ancianos, tesoro de la Iglesia y de la sociedad, lema que después de la aprobación de la criminal e infame ley sobre la eutanasia en el Congreso me parece especialmente acertado.

Pero ¿realmente los ancianos son un tesoro?

Los ancianos son un sector en aumento dentro de la población y a ello contribuyen los progresos de las ciencias médicas y el descenso de la natalidad, por lo que se vive más años y más tiempo, y actualmente en España el número de ancianos supera al de niños. Todas las naciones, tanto las ricas como las pobres, coinciden, aunque desde ópticas diversas, en la necesidad de prepararse a los problemas que plantea esta nueva realidad, tanto más cuanto que una familia o un pueblo que no respeta ni atiende a sus abuelos es una familia o nación que se degenera moralmente.

No nos extrañe por ello que en una época en que triunfan ideologías disparatadas y diabólicas como la relativista y la de género, se intente imponer la eutanasia como un derecho humano. En la familia es el lugar por excelencia donde reina el amor y donde Dios está o debe estar presente, cosas ambas que molestan al demonio. Y es que la destrucción de la familia y como consecuencia, de modo especial, el abandono de los ancianos es el gran objetivo a conseguir, pues con frecuencia son el gran bastión de los valores humanos y cristianos.

En este punto el Catecismo de la Iglesia Católica nos recuerda: “El cuarto mandamiento recuerda a los hijos mayores de edad sus responsabilidades para con los padres. En la medida en que ellos pueden, deben prestarles ayuda material y moral en los años de vejez y durante sus enfermedades, y en momentos de soledad y abatimiento. Jesús recuerda este deber de gratitud (cf. Mc 7,10-12)” (nº 2218). Este mandamiento no es tema de discusión, porque es una exigencia divina, aunque es indudable que no sólo las familias tienen obligaciones con respecto a los ancianos, sino toda la sociedad.

Los ancianos tienen una misión que cumplir en el proceso de progresiva madurez del ser humano en camino hacia la eternidad, pues ayudan a ver los acontecimientos terrenos con mayor sabiduría, porque los sucesos de la vida les han hecho más expertos y maduros, por lo que están en condiciones de ofrecer a los jóvenes consejos y enseñanzas preciosas. Es la época privilegiada de esa sabiduría que es fruto de la experiencia.

Además se está redescubriendo la importancia de los abuelos en la familia, pues es indiscutible que los abuelos pueden jugar un gran papel en el acompañamiento, cuidado y educación de sus nietos, con lo que no sólo se sienten útiles, sino que son realmente útiles. Bastantes tienen también un muy importante papel en la transmisión de la fe y evangelización de sus nietos, pues ayudan a captar mejor la verdadera escala de los valores humanos. A los padres actuales les vienen muy bien unos abuelos en quienes apoyarse, aconsejarse y ser ayudados en aquello que por su trabajo tantas veces no pueden hacer, como recoger a los niños del colegio.

Pero también la ancianidad es el momento de la decadencia física y de la muerte, si bien el sufrimiento, la enfermedad, la incapacidad y la muerte son realidades que afectan o pueden afectar a cualquier ser humano. En Eclo 3,15 leemos: “Si llega a perder la razón, muéstrate con él indulgente y no le afrentes”. Como capellán de una residencia de enfermos de Alzheimer, he tenido que recordar muchas veces a sus familiares, que les siguen demostrando su afecto, que ésa es seguramente la mejor acción de su vida, aunque te muestren su pesar porque a veces no han logrado dominar sus nervios. Ese día, les digo, habéis perdido el diez, pero recordad que el nueve, el ocho, el siete, el seis y el cinco siguen siendo buenas notas.

Ante la muerte, es algo que no hay que ocultar para que pueda prepararse debidamente a ella con la recepción de los sacramentos. Y así su encuentro con Dios será un encuentro feliz. Varios textos bíblicos nos hablan de la hermosura de ese encuentro: “Preciosa es a los ojos del Señor la muerte de los justos” (Sal 116,15); “El testimonio de los profetas es unánime, que los que creen en Él (Jesús) reciben por su nombre el perdón de los pecados” (Hch 10,43); “Dichosos desde ahora los que mueren en el Señor” (Apoc 14,13); “Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed...” (Mt 25,34-35).