El feminismo no sólo está acrecido, sino envalentonado, desafiante desde que en España disfruta de las mieles del poder de la mano de ese sujeto enmandilado que rige los destinos de este desdichado país, gracias a los incontables votantes sin ton ni son que tanto abundan en los jarales de la subvención, planta invasora dominante en los páramos de las Batuecas.
 
El feminismo militante no es nada nuevo. En España, durante la II República, las damas del puñete en alto, ya desfilaban vociferando a grito pelado aquello tan ilustrado de «hijos sí, maridos no», aunque sin maridos, ya me dirán de quién podía ser el hijo, ¿del butanero o de algún espontáneo valeroso?, pues como decía el Guerra –el torero, no el político- «hay gente pa tó». Luego, las feministas siniestras –quiero decir, de la parte izquierda- se dijeron que para qué tenían que cargar con ningún mochuelo, así que alteraron ligeramente la consigna, porque esta gente marcha siempre al paso de consignas, diciendo: «maridos, no; hijos tampoco», o sea, que se las arreglaban solas con el primer chorvo que pasara por allí chubasquero en mano, o ni siquiera necesitaban al individuo.
 
Los marxistas siempre están peleados, a veces a muerte, con alguien. En su sino: la guerra civil permanente, el odio a quien sea, con tal de mantener viva la llama de la guerra civil perpetua, de la que ha vivido siempre opíparamente don Carillo y demás jerifaltes de la vanguardia obrera de despacho burocrático. En un primer tiempo lanzaron a los proletas contra los patronos, pero a medida que mejoraron las condiciones laborales y salariales y la tropa de infantería progresó sustancialmente su nivel de vida, pudieron comprarse con hipoteca un pisito decoroso y el utilitario, llamaron a sus jefes, la «vanguardia obrera», y fueron dándose de baja de la «famélica legión», «Oye Pepe, bórrame del partido que me ha tocado la lotería», según advirtió Antonio Gramsci.
 
Como la lucha obrera había entrado en un declive irreversible, los intelectuales marxistas de la Escuela de Francfurt diseñaron la lucha de generaciones: jóvenes contra mayores, alumnos contra maestros. Fue la rebelión de las aulas de 1968, que en España se retrasó a la postrimerías del franquismo. Los jovencitos de sexo libre, marijuana, marxismo y rock and roll, destrozaron la familia y el sistema educativo, pero a cambio no crearon nada que pudiera sustituir al esquema anterior. Y como los gobernantes de ahora vienen de aquellos polvos, estamos padeciendo el desastre de un sistema educativo en bancarrota, donde se prima el adoctrinamiento político y la corrupción moral de los menores antes que la disciplina escolar y la calidad de la enseñanza. Así está el patio juvenil en este desdichado país.
 
Y por si fueran pocas las calamidades que llueven sobre la maltrecha sociedad española, vienen las feministas defendiendo la lucha de sexos –siempre la lucha como bandera, el odio social- propiciando el aborto libre, la descomposición familiar y la inmoralidad generalizada. Lo más admirable de todo es la profunda filosofía en la que se basa la ideología de género. Sus grandes pensamientos se reducen a cuatro frases publicitarias, como las de un alopécico que quisiera vender loción crecepelo de su invención. Sólo hay que ver la carita de tumor maligno de muchas de ellas para darse cuenta que únicamente son capaces de «parir» cuatro chascarrillos de entrepierna («nosotras parimos, nosotras decidimos», y otras melonadas de semejante enjundia). Esto es la izquierda, a esto ha quedado reducida la izquierda, entre masónica y marxista, que tiene la gran virtud de arruinar todo lo que toca, ahora en pleno furor uterino contra la Iglesia, el Papa, la religión y todo cuanto huela a incienso, aprovechando el pecado o crimen totalmente condenable de unos pocos clérigos. Ven la paja en el ojo ajeno, y no advierten la enorme viga que tapa los suyos.