Marzo es el mes dedicado al hombre que escondió, bajo su silencio y humildad, las extraordinarias virtudes que lo hicieran digno de que Dios le confiase el cuidado y la protección de Su Hijo Unigénito, Jesucristo. Aun cuando las Escrituras nos hablan relativamente poco de él, la tradición nos ilumina al revelarnos preciosos detalles de la misteriosa vida de San José a quien, el magisterio de la Iglesia define como el santo más grande, después de la Santísima Virgen María. De ahí que, si el culto de adoración (latría) se ofrece sólo a Dios, en el culto de veneración a los santos (dulía), San José recibe la primera veneración (protodulía) precedida sólo por la hiperdulía reservada a la Madre de Dios.

Lo poco que revela la Biblia sobre San José dice mucho de él. San Mateo nos dice que era un hombre justo (1,19). Ante lo cual el exégeta Cornelio a Lápide nos explica que José era una persona de suma santidad, y dotado por Dios de dones singulares, tanto de naturaleza como de gracia. De ahí su nombre, José, es decir, aumentado, porque fue enriquecido con grandes dones y gracias de Dios. Ya que, por su familiar y constante compañía con Cristo y la Santísima Virgen, se hizo partícipe de sus divinos secretos, y diariamente contemplaba e imitaba sus elevadas virtudes. Asimismo, el exégeta (apoyándose en el teólogo Francisco Suárez) cree probable que José fuera superior a los Apóstoles y a San Juan Bautista en gracia y gloria, porque su oficio era más excelente que el de ellos: “Porque es más ser padre y rector de Cristo que su pregonero y precursor.”

Pues como explica Cornelio a Lápide, José era el verdadero y legítimo padre de Cristo en la tierra. Por ello, San Mateo desarrolla la genealogía de José en lugar de la de Virgen María, de quien nació Jesús. Sin embargo, “el evangelista no dice: José engendró a Jesús, como había dicho de Abraham y los demás. Tampoco dice: María engendró a Jesús, sino de quien nació Jesús. Con esta expresión quiere decir que Jesús nació de María, no por medios naturales, sino por medios sobrenaturales, es decir, por acción del Espíritu Santo”.

Cristo, entonces, que es hijo de la Virgen María, era también hijo de José, que era su marido, y por tanto compañero de todos sus honores y bendiciones. San Gregorio Nacianceno nos dice que si queremos saber quién y cuán grande fue José debemos recordar que era el marido de la Madre de Dios. Y aunque Jesucristo no fue concebido por él, a José se le asignó la misión de ser realmente su padre en la tierra. De ahí que José no solo alimentó, cuidó y custodió a Cristo sino que también tuvo autoridad de padre sobre Él y, por tanto, la máxima solicitud y afecto por Él. Cristo, a cambio, apreció, amó y honró a José como a un padre, y le fue obediente. Esta sujeción de la que nos habla Cornelio a Lápide "marca a la vez la indescriptible humildad de Cristo y la incomparable dignidad de José y de María”. Sor Juana Inés lo expone así: “El Señor os quiso honrar por tan eminente modo, que aquel que lo manda todo, de Vos se dejó mandar”.

Bossuet, por su parte, nos habla de que Dios confía a San José tres depósitos: la santa virginidad de María, la persona de Jesucristo y el secreto del misterio de la Encarnación. El primero (en el orden del tiempo) que ha sido confiado a su fe es la santa virginidad de María, que debió conservar intacta bajo el velo sagrado de su matrimonio y la cual siempre cuidó santamente. El segundo es el más venerable, es la persona de Jesucristo, al cual el Padre celestial deja en sus manos, para que sirva de padre a este Santo Niño que no puede tener uno en la tierra. El tercero es el secreto admirable (revelado en sueños a través de un ángel) de la encarnación de Su Hijo. Puesto que, fue la voluntad de Dios no manifestar a Jesucristo al mundo antes de que llegase la hora, San José fue escogido no solamente para cuidar a Jesús, sino también para ocultarlo.

Por su parte San José, como explica Bossuet, presentó a Dios el sacrificio de tres virtudes principales. La primera, su pureza angélica, que aparece por su continencia, la cual le permite guardar la virginidad de María bajo el velo del matrimonio. La segunda, su fidelidad inviolable e inquebrantable con la cual protegió devotamente, en medio de tantas adversidades, al Niño Jesús. La tercera, su humildad y el amor a la vida oculta que cubrió, como con un velo sagrado, el gran tesoro que custodiaba.

José, como afirma Bossuet, desde el momento en que es depositario del admirable secreto de la encarnación del Hijo de Dios no vive sino para Jesucristo, y, con un desprendimiento sin reservas, toma el corazón y las entrañas de padre: “José tiene en su casa con qué atraer los ojos de toda la tierra y el mundo no lo conoce: tiene al Dios-Hombre y no dice ni una palabra de Él: es testigo de tan gran misterio y lo disfruta en secreto, sin divulgarlo.”

Nuestra sociedad, que busca constantemente las vanaglorias del mundo, tiene en José un excelente ejemplo de que la verdadera grandeza no está en la fama y el poder mundanos. Recordemos que la gloria de este mundo es tan falsa como pasajera. No temamos ser desconocidos, ni nos apoquemos ante el desprecio. Busquemos, en cambio, a imagen de San José, servir y amar sin reservas alguna a Cristo siguiendo los consejos de Bossuet: “Quienquiera buscar a Dios, que busque con simplicidad a aquel que no puede soportar los caminos desviados. Quienquiera encontrar a Dios, que se desapegue de todas las cosas para encontrar a aquél que quiere ser él solo todo nuestro bien. Quienquiera gozar de Dios, que se esconda y se retire para gozar en el reposo, en la soledad, de aquél, que no se comunica entre la turbación y la agitación del mundo. Es lo que ha hecho nuestro patriarca. José, hombre simple, buscó a Dios; José, hombre desapegado, encontró a Dios; José, hombre retirado, gozó de Dios”.