La noticia de la entrega del premio Templeton al científico español Francisco Ayala por su contribución al diálogo entre la ciencia y la religión me llenó de satisfacción por su oportunidad y trascendencia. El prestigio del galardón – el de más cuantía económica en el mundo científico – avala una necesidad imprescindible para el catolicismo del siglo XXI: el de presentar a la religión como una respuesta humana a las preguntas más íntimas del ser humano y no como un anatema contra la ciencia.
 
Como sucede en nuestra sociedad actual, generalmente las noticias verdaderamente importantes y trascendentes naufragan en mínimas menciones en los medios de comunicación, todo lo contrario que tantas y tantas banalidades con las que construimos nuestro mundo moderno. Sin embargo, el premio a este científico que fue sacerdote dominico en su juventud, apunta a la posibilidad de una creación en evolución y niega la aparente contradicción entre ciencia y fe que tantos se empecinan en construir.
 
La evangelización de nuestro mundo contemporáneo necesita de la razón. Mi experiencia como docente es que los jóvenes están muy necesitados de espiritualidad, pero también, sobre todas las cosas, de la necesidad de encontrar motivos razonables por los que creer. Y creo que esto es extensible para toda nuestra sociedad. Ya hemos superado aquellas generaciones que creían porque sí, aquellas confianzas inquebrantables, a veces cándidas con las que muchos han crecido. Emulando a Nietzsche, podríamos decir que es necesario que matemos a Adán y Eva – al menos como discurso histórico, no como catequético -, cosa que ya hacemos, como es normal; que salgamos a las ágoras públicas con nuestro estandarte que apunte a que el lenguaje científico y religioso son tan ciertos y tan antagónicos como un bello poema de León Felipe sintiendo la pasión de Cristo y el relato histórico de estos mismos hechos. Refiriéndose a lo mismo, cada lenguaje intentará explicarlo de una manera diferente.
 
Creo que el premio al científico Francisco Ayala debe servir para recordar la importancia del encuentro entre la ciencia y la fe. Para este científico, como para tantos filósofos y teólogos, la teoría de la evolución de las especies y la creación no son incompatibles. Quizás deberíamos hablar de una creación evolutiva, negando la aparición del ser humano y del mundo como fruto del caos, la casualidad y la necesidad. ¿Por qué no creer en un designio inteligente detrás de la creación? ¿Por qué no creer en una fuerza que se ha ido manifestando en la evolución?
 
Contrariamente a lo que muchos insisten, el Magisterio de la Iglesia, en sí, no se opone a la evolución como teoría científica, y pide a los científicos que hagan investigación en lo que constituye su ámbito específico. Pero, a la vez, ante las ideologías que están detrás de algunas versiones del evolucionismo, deja claros algunos puntos fundamentales que hay que respetar, entre ellos, que  no se puede excluir, «a priori», la causalidad divina. La ciencia no puede ni afirmarla, ni negarla.
 
Como citaba el cardenal Joseph Ratzinger en 1981, en unas homilías sobre el libro del Génesis: «La fórmula exacta es creación y evolución, porque las dos cosas responden a dos cuestiones diversas. El relato del polvo de la tierra y del aliento de Dios, no nos narra en efecto cómo se originó el hombre. Nos dice qué es el hombre. Nos habla de su origen más íntimo, ilustra el proyecto que está detrás de él. Viceversa, la teoría de la evolución trata de definir y describir procesos biológicos. No logra en cambio explicar el origen del proyecto hombre, explicar su proveniencia interior y su esencia. Nos encontramos por tanto ante dos cuestiones que se complementan, no se excluyen».
 
La ciencia actual proporciona una visión integradora y cósmica, como hasta ahora no habíamos obtenido: desde lo más pequeño a lo más grande, desde lo físico hasta lo biológico, desde el big-bang hasta la aparición del hombre. Todo en el universo ha permitido que exista el hombre. Entre todo esto, un universo abierto, lleno de propiedades emergentes como fruto de la auto-organización, donde el azar, entendido como un proceso no causal, lo imprevisible, ocupa un lugar central. Esta no deja de ser la visión del libro del Génesis: un universo preparado para finalmente crear al hombre, y un máximo hacedor que sería eso que interpretamos como azar.
Y es que la ciencia puede ser de mucha ayuda para saber qué ocurrió y cómo ocurrió, pero sólo por medio del razonamiento filosófico y teológico – tan denostado en nuestra cultura actual - se pueden encontrar respuestas a otras preguntas que nunca podrán responderse a través de la ciencia experimental. Me refiero a esas preguntas antropológicamente inevitables, esas preguntas que nos comenzamos a hacer desde que nuestra madurez se estrena: ¿a dónde vamos? ¿De dónde venimos? ¿Por qué estamos aquí?
 
El galardón a Francisco Ayala no dejará de interpelar a tantos neodarwinistas que existen hoy en día. Creo que les debería parecer más que sorprendente que algunos de los más destacados biólogos moleculares no tengan reparo en declararse entusiastas defensores del diálogo entre ciencia y religión, y reconozcan abiertamente que la evolución y la acción divina son compatibles.
 
Pero lo más sorprendente, es que les den un premio.