No obstante las graves crisis de la familia, constatamos que muchas familias se esfuerzan y viven llenas de esperanza y con fidelidad el proyecto de Dios Creador y Redentor, la fidelidad, la apertura a la vida, la educación cristiana de los hijos y el compromiso con la Iglesia y el mundo. También aquí “existe una conciencia más viva de la libertad personal y una mayor atención a la calidad de las relaciones interpersonales en el matrimonio, a la promoción de la dignidad de la mujer, a la procreación responsable, a la educación de los hijos; se tiene además conciencia de la necesidad de desarrollar relaciones entre las familias en orden a una ayuda recíproca espiritual y material” (exhortación de San Juan Pablo II Familiaris Consortio, nº 6).

Un hecho muestra bien el vigor y la solidez de la institución matrimonial y familiar: las profundas transformaciones de la sociedad contemporánea con muchísima frecuencia manifiestan de varios modos la verdadera naturaleza de tal institución. Queremos señalar tres especialmente: la familia formadora de personas, educadora en la fe, promotora del desarrollo.

La tarea de formadora de personas, la familia la ha recibido directamente de Dios y es deber de los padres favorecer la educación íntegra, personal y social de sus hijos. Como educadores en la fe, los esposos cristianos son los primeros predicadores para los hijos, a quienes deben inculcar la doctrina cristiana y los valores evangélicos mediante su palabra y ejemplo. En cuanto a promotora del desarrollo, la opción preferencial por los pobres de la Iglesia trata de incluir a todas las personas, en la totalidad de sus dimensiones, en el proyecto de una sociedad mejor y para ello la familia es la primera escuela de virtudes sociales y de humanismo, siendo el humanismo completo el desarrollo integral de la persona.

Es indudablemente labor de la pastoral familiar difundir una espiritualidad matrimonial basada al mismo tiempo en una clara visión del laico en el mundo y en la Iglesia y en una teología del matrimonio como sacramento.

En diversos documentos eclesiales se insiste en el gran sentido de la familia cristiana, siendo satisfactorio comprobar que son cada día más los cristianos que intentan vivir su fe en y desde el seno familiar, así como que en todos los países surgen iniciativas interesantes, orientadas a fortalecer los valores y la espiritualidad de la familia como Iglesia doméstica, en participación y compromiso con la Iglesia particular, en lo que aparece el fruto de la acción callada y constante de los movimientos apostólicos en favor de la familia.

En Santo Domingo, San Juan Pablo II dijo: “No obstante los problemas que en nuestros días asedian al matrimonio y a la institución familiar, ésta, como célula primaria y vital de la sociedad, puede generar grandes energías que son necesarias para el bien de la humanidad”. Es necesario hacer de la pastoral familiar una prioridad, que haga de la familia un santuario de la vida y un lugar de promoción humana, con una mucho mayor solidaridad entre hombres y mujeres; pero hacen falta pasos concretos hacia la igualdad real, para que se den entre el varón y la mujer relaciones interpersonales basadas en el mutuo respeto y aprecio, el reconocimiento de las diferencias, el diálogo y la reciprocidad, incorporando a las mujeres a la toma de decisiones responsables en todos los ámbitos, tanto más cuanto que son las mujeres quienes más comunican, sostienen y promueven la vida, la fe y los valores.

La familia es el lugar privilegiado para la realización personal junto con los seres amados, siendo el matrimonio cristiano un sacramento en el que el amor humano es santificante y comunica la vida divina, significando y realizando los esposos el amor de Cristo y de la Iglesia, amor que pasa por el camino de la cruz, de las limitaciones y del perdón de los defectos pero que llegará al gozo de la resurrección.