La torpeza de los políticos que se negaron a reconocer en la constitución de la Unión Europea nuestras raíces cristianas ha quedado en evidencia con la devastación de Notre Dame. Los europeos hemos sentido que el corazón de Europa se derrumbaba con el alfiler o la espira de la catedral y en el resto del mundo han entendido lo mismo. Negar nuestras raíces cristianas fue como negar el oxígeno del aire o que dos más dos son cuatro. Cuando esas raíces se arrancan o se queman, ¿quién discute que eran las nuestras?

No sabemos aún si fue accidente o atentado. Lo último podría ser porque Francia lleva padeciendo, postrada y con un silencio vergonzante, ataques constantes a sus iglesias. Otra iglesia, la segunda más grande de París, San Sulpicio, ardió hace muy poco. Si este incendio no fue un atentado, seguiría siendo un símbolo. Teniendo en cuenta que Notre Dame ha sobrevivido a ochocientos años de convulsa historia, es un símbolo desolador.

¿De qué? De esas raíces que se están arrancando con el fuego o con la indiferencia o con la indiferencia y con el fuego. Eso, desde el punto de vista histórico, cultural y político. Desde el punto de vista religioso, hay que añadir, además, que cualquier sacrilegio o profanación en cualquier pequeña iglesia perdida en cualquier barrio o pueblo tiene tanta trascendencia (o más, si esto fue sólo un accidente) que la pérdida inconmensurable de la hermosa catedral de París. El arte, siendo tan único, tan precioso, tan trascendente, no puede compararse al sagrario más humilde.

Enseguida nos hemos puesto a hablar de la restauración, y yo hablaría de la Restauración. Del majestuoso edificio, sin duda, pero también del espíritu con que lo concibieron, lo levantaron y, sobre todo, lo llenaron de sentido. Lo más sabio que podría hacerse es convertir el atentado o el accidente, el símbolo, en cualquier caso, en un sacrificio, esto es, en una tragedia con una razón de ser.

Hay mil políticas que orientar, pero es necesario que primero nos decidamos a no negar nunca las raíces cristianas de Europa. Por fidelidad al estremecimiento que hemos sentido todos los europeos, creyentes o no, ante este suceso. Que nuestra pena sea un inamovible recordatorio de lo que somos. La nostalgia puede ser otra forma de la esperanza. Los europeos creyentes tenemos que dar un paso más: estando consagrada Notre Dame a Nuestra Señora no dejemos de ofrecerle nuestros corazones.

Publicado en Diario de Cádiz.