Inicié, la semana pasada, una serie de artículos sobre cómo situarse ante retos y desafíos principales en España, y qué puede esperarse de la Iglesia en esa situación para que quepa un futuro para el hombre y para la sociedad.

Después de iniciar esa serie, digamos, de artículos me encuentro con la aparición de una obra, valiosa por cierto, La opción benedictina, que la trata de ofrecer a nivel mundial ante el derrumbe o desplome de nuestra cultura, que es derrumbe y desplome de una civilización.

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Y para una opción tal, que veo laudable e incluso plausible, lo primero que hay que hacer, pienso, es adentrarse en la figura de San Benito, que sí ofrece una respuesta clara a esa situación aún con la distancia de siglos. Tengo muy presente a San Benito, que decía «nada se anteponga a Dios, a las obras de Dios». San Benito es uno de los padres de Europa, fue un «verdadero gigante de la historia» –en expresión de Juan Pablo II– cuya vida fue un acto generoso de entrega total a Dios. San Benito es un testigo de Dios vivo, amigo fuerte de Jesucristo, gran maestro cuyas enseñanzas expresan, en todo, contenido y sabor evangélico. Si fue grande su vida por la irradiación que ejerció en la Iglesia y en la sociedad de su tiempo, como padre de Europa que es, esa grandeza se agiganta a medida que los siglos transcurren, por cuanto su espíritu sigue viviendo en sus monjes y monjas y su obra es vista como la gran respuesta a la gran crisis de hoy en el viejo continente.

Nacido en las postrimerías del siglo V, viene al mundo en medio de una situación de desmoronamiento: «Todo se desmorona en ella, todo se cae a pedazos, todo perece: la religión, la moral, el poder público, las leyes, las costumbres, las ciencias, las artes, todo ha sufrido pérdidas enormes, todo está zozobrando». En medio de esos escombros, Benito, buscando ante todo el Reino de Dios, sembró, quizá sin darse cuenta, la semilla de una nueva civilización, que se desarrollaría integrando los valores cristianos con la herencia clásica, por una parte, y con las culturas germánica y eslava, por otra (Benedicto XVI). Su nueva forma de vida, su Regla, monasterios, comunidades fraternas fundadas en el primado del amor de Cristo, donde se busca a Dios, en las que la oración y el trabajo se alternan armoniosamente para alabanza de Dios, darían lugar a lo que hoy es Europa.

«Benito no fundó una institución monástica destinada principalmente a la evangelización de los pueblos bárbaros, como otros grandes monjes misioneros de su época, sino que indicó a sus seguidores como objetivo fundamental de la existencia, más aún, el único, la búsqueda de Dios: Quaerere Deum (buscar a Dios). Pero sabía que, cuando el creyente entra en relación profunda con Dios, no puede contentarse con vivir de modo mediocre según una ética minimalista y una religiosidad superficial» (Benedicto XVI). Ahí está su secreto, ahí está el núcleo de la verdadera revolución, el germen y el fundamento de una nueva humanidad: la revolución de Dios; porque ahí está la verdad del hombre, donde se asienta la verdadera civilización. Ahí se condensa la más verdadera y genuina antropología, de la que andamos tan carentes en nuestro tiempo. «Sólo Dios», repetirá una y otra vez el Papa Benedicto, y ratificará el cardenal Sarah, prefecto actual de la Congregación del Culto Divino.

El verdadero problema de nuestro tiempo es la quiebra de humanidad, o sea, la falta de una visión verdadera del hombre, inseparable de Dios. Por eso la quiebra moral y de humanidad que hoy padecemos está unida inseparablemente a la «crisis de Dios», a su ausencia del espacio humano y cultural, camuflada incluso por una religiosidad vacía. Todo cambia si hay Dios o no hay Dios. Vivimos según el cliché No hay Dios, y si lo hay, no interesa. Sin duda, el «silencio de Dios» es el acontecimiento fundamental de los «tiempos de indigencia humana» que vivimos; no hay otro que pueda comparársele en radicalidad y en sus graves consecuencias.

Si «quien a Dios tiene nada le falta, sólo Dios basta», como diría siglos más tarde a los de San Benito nuestra Santa Teresa, el no tenerle a Él es la mayor de las indigencias: al hombre le falta todo cuando le falta Dios, porque le falta cuanto de verdad pueda llenar su corazón grande, su alma ansiosa y sedienta de bien, de amor, de verdad, de hermosura, de libertad, de felicidad y de dicha. Un hombre sin Dios, un mundo sin Él, es un hombre y un mundo más pobre, más árido, sin futuro y sin salida, sin esperanza. Estar, por eso, con Dios, tener a Dios, vivir en Él y con Él es el cielo. Sólo desde Dios, sólo a partir de Él, la tierra llegará a ser humana; será habitable por la luz de Dios; allí donde se cumple la voluntad de Dios, está Dios, está el cielo, puede la tierra convertirse en cielo. Por el contrario, «donde no hay Dios surge el infierno, que consiste sencillamente en la ausencia de Dios» (Joseph Ratzinger).

Esto echo de menos en el discurso público, no porque tal discurso tenga que hablar explícita o directamente de Dios, sino porque se nos ofrece un discurso en el que no cabe Dios, porque no se habla del hombre, o más exacto, porque en relación con el hombre y con el modelo de sociedad que se nos dibuja u ofrece no cabe Dios, sobra Dios, resulta superfluo e inútil. Esto puede desarrollarse también a través de formas sutiles y casi siempre bajo la idea del beneficio para los hombres, de decisiones con ribetes humanitarios, pero donde el hombre baja a los infiernos de su autodestrucción. Es preciso cambiar y fijarnos en nuestra sociedad, y si me apuran, hasta en nuestra Iglesia: el horizonte de Dios, el horizonte de nuestra Santa Teresa, una de las cotas más alta de humanidad en la historia. Esto sí que renovará nuestro mundo, la Iglesia y será posible un futuro lleno de luz y de verdad.

Publicado en La Razón.