La realidad de la Iglesia católica hoy preocupa a muchos fieles. Además de una evidente apostasía, hoy se observa otro fenómeno ciertamente novedoso: en varios lados nos hemos encontrado con católicos fieles a Dios, al Magisterio y a la sana doctrina, a los que no se les ocurre apostatar, pero que están perplejos, confundidos, tristes ante la realidad eclesial actual…

Personas que festejaban vibrantes cada una de las encíclicas, homilías y discursos de San Juan Pablo II y de Benedicto XVI, hoy -si es que llegan a leer los más recientes documentos de la Iglesia- rara vez encuentran motivo para celebrar. Algunos dicen estar viviendo su “noche oscura”… Siguen creyendo en los dogmas de fe, siguen frecuentando con unción los sacramentos. Pero el relajamiento de ciertas costumbres y las dificultades que encuentran para vivir su fe como Dios manda los tiene bastante inquietos, cuando no decepcionados. No han perdido la fe… pero están empezando a perder la alegría.

Hay que tener un corazón muy duro para no entender el profundo dolor de ciertas almas, particularmente sensibles, al ver las faltas de cuidado, belleza, piedad y amor en el trato que se da al Señor en la Sagrada Liturgia. Y es que cuanto más se humaniza lo divino, más difícil es que el hombre se divinice: que se acerque a Dios y que entable con Él un diálogo de amor. No es lo mismo rezar ante un basural que rezar en la cima de una montaña nevada; en un shopping o en un bello y apacible templo románico.

Estas personas saben perfectamente que mientras el sacerdote consagre la hostia con la intención y de la forma en que lo dispone la Iglesia, el Señor se hará presente en su Cuerpo, en su Sangre, en su Alma y en su Divinidad. Pero además de razón, también tienen corazón, y por eso entienden que al Señor hay que recibirlo del mejor modo posible: en sus almas, pero también en la patena, en el altar, en el templo… ¿Cómo va a entender un catecúmeno que la hostia se convierte en el cuerpo de Cristo mediante la transubstanciación, si al Señor se le trata como a una galletita?

He participado en Misas en las que circulaban perros dentro del templo. He escuchado canciones que en lugar de elevar el alma a Dios parecen diseñadas para apartarla de Él. Y he escuchado a algún sacerdote preguntarse, después de comulgar, si la Misa habría sido válida, porque en el cáliz no había vino, sino vinagre. También he escuchado decir, en alguna homilía, que Galileo murió en la hoguera. A veces hay que tener una fe de hierro para creer que uno sigue estando en la misma Iglesia católica que otrora ponía tanto cuidado y atención en los detalles, en la formación de sus sacerdotes, en la música -sacra- y en la belleza en general del culto a Dios.

Algo parecido ocurre con la doctrina. Entre una buena cantidad de mensajes ambiguos, lo único claro y contundente es que, cada vez con mayor frecuencia, hay quienes contradicen el Magisterio de siempre sin que sus errores sean condenados. Los “conciliadores” más serios y ortodoxos se las ven negras para hacer coincidir con el Magisterio ciertas declaraciones de altos jerarcas de la Iglesia. Y las contorsiones teológicas para lograr la cuadratura del círculo están a la orden del día.

El pueblo sencillo, por supuesto, está perplejo. No entiende cómo la más alta jerarquía de la Iglesia puede cuestionar las verdades de siempre sobre el infierno o sobre las bendiciones; o bien, cómo puede tomar partido por cuestiones opinables como el “cambio climático”, la Agenda 2030 o las vacunas. ¿Cómo reaccionar cuando un cardenal sostiene que no quiere convertir a nadie, o que no hay que hacer “proselitismo”? Hay algo que no cierra. No es raro, en estas circunstancias, que algunos pierdan la alegría.

¿Qué hacer entonces? Ante todo, rezar. Por la jerarquía y por el pueblo católico. Luego, recordarles a unos y a otros que si bien el Señor es capaz de perdonar los pecados más horrendos, nunca ha borrado la línea que separa el bien del mal, ni ha declarado bueno algo que es de suyo malo. Que está bien ser misericordioso con las personas. Pero que el error debe combatirse y fustigarse. Finalmente, recordar a tiempo y a destiempo que Dios Padre no abandona a sus hijos…

También es necesario recordar a todos que hay mucho que agradecer y celebrar: ¡somos hijos de Dios! Por eso, aunque se caiga el mundo, debemos permanecer alegres. Dios siempre sabe más. Si permite que ocurran cosas malas, será para sacar bienes mayores. Si determinó que viviésemos en estos tiempos, será para que nos hagamos cargo

Además, conviene recordar aquellas palabras de Chesterton: “El Cristianismo ha muerto y resucitado muchas veces, porque tiene un Dios que conoce la forma de salir del sepulcro”…