Dicen que un optimista es un pesimista mal informado, iluso y utópico. ¿O será al revés, que un pesimista es un optimista tuerto, que sólo mira los nubarrones en un día con sol, o las manchas negras en una gran hoja blanca? Ante este dilema, muchos optan por la calle del medio: el escepticismo, el agnosticismo, y el ir tirando, sobrellevando como se puede esta difícil y terrible realidad.
 
No faltan, en cambio, personas optimistas por naturaleza. Me viene a la mente Roberto Benigni y su maravillosa «La vida es bella». Al más puro estilo del flechazo de san Valentín, Guido, un judío inmigrante y pobretón, descendiente de judíos, logra el amor de Dora, una dama de las más nobles de la ciudad italiana de Arezzo. El optimista nato llega incluso a recoger a su futura mujer en un coche prestado, y pasear con ella bailando la lluvia. La fuerza de su optimismo contagia también al pequeño Josué; la familia es feliz, hasta que llega el momento de la deportación.
 
Sigue reinando el optimismo (Dora, la mujer locamente enamorada, sube también al tren de los deportados). Y el optimismo se hace creatividad y originalidad para que el pequeño Josué viva los sinsabores del campo de concentración de Auschwitz como un juego de niños en el que tiene que conseguir mil puntos para ganar.
 
Troppo bello per essere certo, dirían los italianos. Demasiado bonito para ser verdad. En efecto, la novela rosa, el romance maravilloso entre Guido, Dora y el pequeño Josué termina con una ráfaga de metralleta, que acaba con la vida del protagonista la víspera de la liberación del campo de exterminio. Troppo bello, pero el niño creció en un ambiente de amor, alegría, optimismo. ¿Y quién no se emociona cuando el soldado americano sube al pequeño Josué a su tanque, para minutos después dejárselo en las manos de su madre?
 
Película, ficción, pero en esos mismos meses, en el campo de concentración de Auschwitz, llegaba, tras vivir en varios campos de trabajo, un joven judío, algo mayor que Josué. Ya había sufrido varias deportaciones, presiones y traslados obligados ejecutados, no con mucha delicadeza, por soldados nazis. Ese joven, Thomas Buergenthal, había cambiado de domicilio varias veces. Perdió pronto el contacto con sus abuelos, y poco disfrutó de los juegos de niños, sobre todo porque también le quitaron a sus amigos. Cuando medio siglo después decidió poner por escrito todas sus experiencias, escogió un título llamativo para su obra: «Un niño afortunado». ¿Afortunado porque sobrevivió al drama del Holocausto? ¿Afortunado como quien, por para suerte, ha recibido el décimo ganador de la lotería? Sí y no.
 
Thomas conoció el duro trabajo en los «campos de trabajo» nazis. Desde pequeño, y para evitar ser seleccionado como «sobrante» en el campo, tuvo que trabajar. Por su edad condición, su trabajo inicial fue, podría decirse, chico de los recados para los directivos de los centros. Pero a medida que pasaban los años, el chico de los recados tenía que realizar también trabajos duros, no precisamente para niños de su edad. Tenía que aguantar, como el resto de «trabajadores», las largas horas de formación fuera del campo, la escasa comida, y sobre todo la rabia con la que los Kapos del pabellón, queriendo ganarse el apoyo de los alemanes, maltrataban a sus mismos compañeros, prisioneros como ellos.
 
Thomas se considera afortunado porque pasó y traspasó esa dura experiencia, y en ese trance siempre encontró el amor, la única raíz que puede mantener en pie el optimismo. Siempre encontró unos padres que se desvivieron por él, por sus amigos, por sus compañeros. En unas circunstancias duras, los señores Buergenthal no se dejaron carcomer por la corrupción sin escrúpulo moral, que invadía casi inevitablemente a los perseguidos y prisioneros. No lancemos piedras contra ellos, pues fácilmente habríamos hecho nosotros lo mismo.
 
Thomas fue una persona afortunada, y así lo siente y lo expresa, porque recibió amor y dio amor, incluso muchas veces arriesgando su misma vida. Cuando leemos en un libro de autoayuda que el amor nos hace optimistas, podemos pensar que son meras palabras, lejanas de la realidad de un parado que no puede alimentar a su mujer y a sus hijos, o de alguien incapaz de cambiar esta cultura de la muerte que parece campear a sus anchas. Pero cuando encontramos experiencias como la de Thomas Buergenthan, a quien el amor le ha hecho optimista y no resentido, deberíamos pensar que el amor es algo más que una palabra bonita. Es la entrega de alguien, de Alguien, que nos hace optimistas contra toda duda.