Le he dicho a mi hija que subiríamos andando al Tibidabo y le he contado cómo Cristo fue tentado por el diablo, y que a ello debe el nombre la montaña. Para los que no vivimos de nuestro cuerpo, no es cualquier cosa subir andando desde Doctor Fleming al parque de atracciones; y para una niña de seis años resulta una gesta de las que un padre no se cansa de recitar durante los meses siguientes. Me gusta cómo Maria transforma las dificultades en retos, cómo se crece cuando le cuesta y lo bien que se siente en nuestras conversaciones de adulto.

Sobre el «tibidabo» del diablo a Jesús, le he explicado que casi nunca el demonio se nos presenta con cuernos y tridente y que su mayor astucia -Baudelaire lo dice- es hacernos creer que no existe. Le he dicho que mientras durara el ascenso también a ella se le aparecería bajo la forma de tener ganas de quejarse, de abandonar, de pensar que no merece la pena continuar intentándolo. La forma preferida del diablo es la comodidad y aunque su destino final siempre es el mal, su estación intermedia más conocida y superpoblada es la mediocridad.

No se ha quejado ni una vez aunque hemos salido a las tres y media bajo el sol inclemente de agosto. La ola de calor ya pasó pero estábamos a 30 grados. Le he contado también que el templo que preside la montaña es expiatorio: que lo pagaron los fieles de Barcelona cuando se enteraron de que en su lugar querían construir un casino y un lupanar; y que así quisieron dejar constancia de su fe y pedir perdón por sus pecados.

«Claro» -me ha respondido ella, y ahí es cuando he decidido escribir el artículo- «no seremos nunca perfectos, pero podremos siempre mejorar». Y tras un silencio elegante como si fuera consciente de la hermosa frase que acababa de pronunciar, me ha confesado: «Yo también estoy mejorando esforzándome por subir al Tibidabo».

Justo antes de llegar al parque hemos pasado por delante del hotel La Florida y pensado que yo también podía mejorar. Le he dicho que ya tendríamos tiempo para las atracciones, le he comprado un biquini en la tienda del hall y se ha bañado como una princesa en la piscina, con magníficas vistas sobre la ciudad. Desde que Ada Colau ha convertido el Tibidabo en una metáfora venezolana de la decrepitud y la decadencia, hasta una niña de seis años prefiere la piscina en calma de un hotel de cinco estrellas a la deprimente sordidez en que el populismo de la izquierda convierte cualquier diversión de la Humanidad.

Hemos tomado un helado, he podido escribir esta columna, hemos escuchado la voz sinuosa del demonio y hemos sabido mantenernos en la Luz. De fondo, y en la esencia de la aventura, el deseo muy de niña de que su padre esté orgullosa de ella, y el orgullo, muy de hombre, de que tu hija se abra paso entre las tinieblas de lo fácil para alargar los dedos hasta tocar la cara de Dios.

Lenta la noche ha ido cayendo sobre la piscina de La Florida. He mirado al Cristo sobre la basílica y me ha parecido que sonreía.

Publicado en ABC.