Como en otras ocasiones parecidas, el discurso –la «plegaria»- de José Luis Rodríguez Zapatero en el Desayuno de Oración celebrado en Washington, con la presencia de Barack Obama, se puede diseccionar en los aspectos formales y los de fondo. En el primero de ellos, Zapatero merece un notable alto. Fue la suya una intervención brillante, bien construida, con entonación adecuada y duración perfecta: siete minutos. Pero la forma por sí misma no convierte un discurso en una pieza oratoria que merezca la pena conservar. Es el líder español que mejor sabe decir nada.
 
Para mí, lo mejor del discurso fue su alusión indirecta a la evangelización en América y su alusión directa a Dios, la primera vez que se escucha de sus labios el sacrosanto nombre de Dios: «Permítame que les hable en castellano en la que por primera vez se rezó al Dios del Evangelio en estas tierras». Podría haber añadido que, en efecto, la primera Misa que se celebró en América fue en la República Dominicana, al lado de la doliente Haití, y que formaban ambas la histórica isla de La Española.
 
Otra párrafo del parlamento de Zapatero igualmente valioso ha sido el dedicado a definir a España como «una de las naciones más antiguas de la tierra (…) la más multicultural de las tierras de Europa. (La) España celta, íbera, fenicia, griega, romana, judía, árabe y cristiana, sobre todo cristiana…». Admitir las raíces cristianas de nuestra patria es sencillamente un dato histórico. En boca del presidente del Gobierno es también un reconocimiento que se le puede recordar cuando tenga tentaciones de ignorar la génesis de nuestro ser. No ha atendido precisamente en su acción de Gobierno a la esencia más profunda de nuestra personalidad histórica.  
 
Por lo demás, elogios hacia el pluralismo y la tolerancia, la autonomía moral, a la libertad religiosa (veremos en qué queda la ley de libertad religiosa en España). Nada de ello nuevo en su discurso ético. Eligió, con una pequeña trampa,  un pasaje del Antiguo Testamento, el capítulo 24 del Deuteronomio: «No explotarás al jornalero pobre y necesitado, ya sea uno de tus compatriotas, o un extranjero que vive en alguna de las ciudades de tu país. Págale su jornal ese mismo día, antes de que se ponga el sol, porque él está necesitado y su vida depende de su jornal». Muy bien si no fuera porque no redondeó o completó el versículo. La frase siguiente es: «Así no invocará al Señor contra ti y tú no le harás responsable de un pecado». Aunque se trate de una cita, era pedir demasiado a Zapatero que pronunciara la palabra «pecado».
 
Quizá una de las cosas más molestas en el Zapatero telepredicador es su afán por enmendarle la plana nada menos que al discípulo predilecto de Jesús, el que apoyó su cabeza en el pecho del Maestro la noche anterior a la Crucifixión, el único de los apóstoles que permaneció al pie de la Cruz. Me refiero a la conocidísima expresión de su Evangelio. «La verdad os hará libres».Zapatero no habla para nada de san Juan pero le da la vuelta a la frase del apóstol, le corrige al autor del Apocalipsis. Decía en el Desayuno de Oración: «La libertad es la verdad cívica, la verdad común. Es ella la que nos hace verdaderos, auténticos como personas y como ciudadanos porque nos permite a cada cual mirar a la cara al destino y buscar la propia verdad».
Mire usted, querido presidente. No. La libertad es un don que Jesucristo nos ganó en la Cruz para constituirnos en hijos de Dios. Ahí nos hizo el regalo de la libertad. Pero, a ver si nos aclaramos, la libertad tiene un carácter en cierto modo instrumental al servicio de la verdad y no al revés. ¿Qué es eso de  la «verdad cívica». La verdad es la verdad y no admite adjetivos. «La verdad es la verdad, la diga Agamenón o su porquero». Y en cuanto a «buscar la propia verdad», parece aludir a una verdad subjetiva. Le recuerdo unos versos de su correligionario, el republicano y universal Antonio Machado. Es difícil encontrar, ni siquiera en los más elocuentes discursos de los teólogos, una definición más certera y más bella de la verdad objetiva: «¿Tu verdad/ no, la verdad/ y ven conmigo a buscarla/ la tuya guárdatela».