La Tradición del pensamiento occidental, originada en la filosofía griega y el cristianismo, sostiene que todas las cosas singulares poseen una esencia que puede ser captada por la razón humana, la cual, a través de un “nombre” que designa un concepto universal, la aplica luego a las cosas singulares que comparten esa esencia. Por ejemplo, no sólo existen las “sillas” individualmente hablando, sino también una esencia compartida por todas ellas y que da lugar al concepto universal “silla”. El conocimiento así entendido supone un acto de humildad: la razón se adecúa a la realidad —las cosas que existen fuera de la mente— y en esto consiste la “verdad”. Mientras mayor sea la conformidad entre un concepto y las cosas a las que se refiere, más verdadero es.
 
En el siglo XIV surgió una corriente filosófica llamada “nominalismo” que postula que las esencias designadas con conceptos universales no existen realmente, que sus nombres son un recurso para entender el mundo y que lo único real son las cosas individuales, en consecuencia el conocimiento humano sólo puede recaer en éstas y no en conceptos universales. El quiebre que supuso el nominalismo con el pensamiento occidental tradicional implicó la ruptura entre la inteligencia y la realidad: el conocimiento dejó de ser entendido como el esfuerzo de la razón por adecuarse a la realidad y pasó a ser un intento de moldear la realidad según el parecer de la razón; ya no se trata de entender el mundo sino de re-crearlo a nuestro arbitrio. De esta forma el nominalismo viene a ser una forma elaborada de un engaño más viejo que el hilo negro: “Si hacen esto serán como dioses, poseedores [creadores] del bien y el mal”.
 
Con el tiempo (siglo XVIII) el nominalismo dio lugar al pensamiento ideológico, que consiste en que el hombre crea una forma de entender la realidad y luego dispone las cosas de acuerdo con ella. Para el seguidor de la ideología ésta es un referente absoluto de su actuar, es “su verdad” y no cabe dialogar para cuestionarla, puesto que ello equivaldría a aceptar que la inteligencia debe adecuarse a la realidad y no a la inversa, como cree el ideólogo. Desde entonces han surgido ideologías varias, las primeras aplicadas al orden económico y social, luego al orden político, y últimamente a la naturaleza del ser humano. Esto último es el caso de la ideología de género, que sostiene que la identidad sexual no guarda relación con el cuerpo sino que es definida por cada individuo arbitrariamente.
 
Sin embargo, el poder del hombre sobre la realidad no alcanza para cambiarla tan radicalmente: por más que yo quiera que mi gato ladre y juegue con huesos no lo hará aunque trate de enseñárselo y lo llame “Boby”. Esto fue lo que el arzobispo de Santiago, monseñor Ricardo Ezzatti, quiso explicar al decir hace algunos días: “Más allá del nominalismo hay que ir a la realidad de las cosas. No porque a un gato le pongo nombre de perro comienza a ser perro”, dijo ante la pregunta de un periodista sobre la posibilidad de que los menores de 14 años cambien el sexo de su inscripción en el Registro Civil. Pudo haber elegido otro ejemplo: manzana con pera, árbol con piedra, mesa con silla, negro con blanco, luz con oscuridad… En cualquier caso, toda persona bien intencionada entiende que el ejemplo no es lo importante y que es sólo un recurso pedagógico para explicar una idea. Y venía al caso, porque si tratar al gato como si fuera un perro puede acarrear serias consecuencias para el animal, cuánto más si un hombre es tratado como mujer o viceversa, como lo demuestran los testimonios y hasta suicidios de no pocas personas “trans” arrepentidas.
 
Pero los tiempos que corren no se caracterizan por la buena intención, y se armó el escándalo y llovieron las críticas porque el arzobispo habría puesto a las personas “trans” al nivel de los perros y gatos (a propósito: me extraña que los animalistas no hayan reclamado contra los críticos de monseñor Ezzatti por estimar que perros y gatos valen menos que las personas). Hay que ser muy perro para extraer esa interpretación de las declaraciones de monseñor, porque está claro que no dijo ni quiso decir eso; él no usó el ejemplo para referirse a personas sino para explicar qué es el nominalismo, y punto. Por lo mismo, monseñor no debió haberse disculpado; bastaba con que dijera que dijo lo que dijo y no lo que dicen que dijo y, de paso, hubiera aprovechado la oportunidad para asistir a cuanto programa lo invitaran para hablar sobre el tema de fondo, que es lo importante.
 
“Tiene razón en el fondo, pero cometió el error de haber dicho algo que previsiblemente iba a ser tergiversado” me han dicho varios. No estoy de acuerdo. No importa la forma que utilice cualquier persona con sentido común para advertir sobre los riesgos de cualquier postulado ideológico, pues los adherentes a las ideologías no aceptan que se discutan sus postulados contrastándolos con la realidad ya que ello equivaldría a asumir la posibilidad de que su “re-creación” del mundo pueda estar equivocada.
 
¿Qué hacer entonces? Primero, decir las cosas como son aunque algunos se pongan colorados; con respeto, cuidando la forma para no herir sensibilidades innecesariamente, pero decirlas. Los progresistas han ganado terreno no porque digan cosas inteligentes sino porque apelan a las emociones y pocos se atreven a enfrentarlos, pero si los enfrentamos con argumentos de sentido común mucha gente nos dirá: “Qué bueno que lo diga, ya estaba empezando a creer que estoy loco”. Segundo, después de decirlas habrá que “poner el pecho a las balas” para soportar críticas, insultos y hasta agresiones físicas. Tercero, no pedir disculpas, porque no cabe disculparse por manifestar lo que se piensa si se hace honestamente.
 
“¿No será mejor ser flexibles y adecuarnos a la modernidad? De lo contrario nos vamos a quedar sin gente”, he oído por ahí; de hecho, no han faltado católicos, incluso algún cura, quienes públicamente —y cobardemente— se han subido al carro y han rasgado vestiduras contra monseñor. Reconozco que el argumento tiene cierta lógica y “parece” atendible, pero debemos rechazarlo. Hace 50 años el venerable monseñor Fulton Sheen alertó contra esta tentación, que viene a ser una versión sutil de la tercera tentación que enfrentó Jesús antes de iniciar su vida pública: “Te daré todos los reinos del mundo y su gloria si me adoras”, esto es, para que la Iglesia sea aceptada y estimada por el mundo debe dejar a un lado la verdad y adecuarse a las ideologías, al afán humano por recrear el mundo. Jesús la enfrentó no sólo al inicio sino durante Su misión: cuántas veces recibió críticas por haber herido sensibilidades. En cierta ocasión hizo un reproche a los fariseos y, como el reproche era aplicable también a los doctores de la ley, uno de estos le reclamó, lo que aprovechó Jesús para fustigarlos: “¡Ay también de vosotros…!”.
 
Enfrentemos las cosas como son: o estamos con Él o estamos con el mundo y contra Él. Si los cristianos que nos antecedieron se hubiesen adecuado al mundo, hace rato que se habría roto la cadena de la transmisión de la Fe. Somos descendientes de mártires y santos y tenemos el deber de transmitir a la generación siguiente la Fe verdadera, la que cree en la Verdad. Por lo tanto habrá que decir que dos más dos es cuatro, que el perro es perro, y que el gato es gato.

Gastón Escudero Poblete es abogado y empresario chileno.