Acabo de leer un librito publicado por Ayuda a la Iglesia Necesitada: Un mártir del Yihadismo, la historia del P. Ragheed Ganni, asesinado en Irak. 


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El padre Ragheed (1972-2007) fue un sacerdote católico caldeo originario de Mosul. Durante los últimos años de su vida vivió constantemente amenazado por islamistas pero nunca se dejó vencer por el miedo. Fue un hombre bueno, valiente, inocente y profundamente enamorado de Jesucristo, tanto así que, en medio de un Irak violento donde los cristianos eran (y son) masacrados, afirmaba: “Los terroristas creen quitarnos la vida, pero la Eucaristía nos la devuelve”. Finalmente los terroristas le quitaron la vida disparándole a quemarropa.


 
La biografía del padre Ragheed me ha hecho pensar. Para morir como mártir hay que saber vivir como mártir, muriendo a uno mismo, a nuestros miedos, a nuestras pasiones, a nuestro yo. Sabemos que en la misma medida que morimos a nosotros mismos vivimos en Cristo, tal y como afirma San Pablo: “He sido crucificado con Cristo, y ya no soy yo quien vive, sino Cristo quien vive en mi”. Y si Cristo ha resucitado y está vivo, ¿acaso no vive el Resucitado en mí si dejo que sea el Señor de mi vida?, ¿acaso no participo en vida de esa Resurrección?
 
Todo aquel que se desnuda de sí mismo y entrega su corazón a Jesucristo experimenta ya en la Tierra la felicidad de la Resurrección. Por eso, cuando los islamistas quitaron la vida al padre Ragheed, ésta ya no le pertenecía, sino a Cristo Resucitado.
 
Hace poco se hizo público que los cristianos de Siria e Irak estaban preocupados con nosotros, con los cristianos de Occidente, con nuestra fe fría, débil y titubeante. Y que rezan por nosotros. Por eso viene muy a cuento evocar al padre Ragheed y su testimonio valiente al igual que el texto del evangelio de Mateo que nos recuerda que en estos tiempos recios, si vivimos cómodamente siguiendo a Cristo, algo no estamos haciendo bien: “A cualquiera que me reconozca delante de los demás, yo también lo reconoceré delante de mi Padre que está en el cielo. Pero a cualquiera que me desconozca delante de los demás, yo también lo desconoceré delante de mi Padre que está en el Cielo” (Mt 10, 32-33).