La noticia de que el obispo de Ahiara, en Nigeria, ha presentado su renuncia, que ha sido aceptada por el Papa, es de esas que obligan a penetrar en el misterio último de la Iglesia. El conflicto en esta diócesis del sur de Nigeria se remonta al año 2012, cuando Benedicto XVI se atrevió a enviar como pastor a Peter Okpaleke, un sacerdote de la etnia Ibo, en lugar de uno que perteneciera a la etnia Mbaise, mayoritaria en esa circunscripción.

Desde el primer momento un nutrido grupo de fieles, especialmente sacerdotes, rechazaron aceptar al obispo Okpaleke, que a pesar de todos sus intentos y de los apoyos recibidos de la Santa Sede y de los obispos nigerianos, no ha logrado ni siquiera tomar posesión de la diócesis, ni desarrollar su misión pastoral en condiciones mínimamente aceptables. Tanto Benedicto XVI como Francisco entendieron que se trataba de una cuestión radical, ya que es inaceptable el rechazo de cualquier persona (también y especialmente del obispo) en función de su pertenencia étnica. Por otra parte, el clima de cuasi-levantamiento ha provocado un profundo desgarro en la comunidad eclesial.

Todo esto condujo al Papa Francisco a tomar una decisión inusitada el pasado 8 de junio. En un durísimo mensaje el Papa advertía que quienes se habían opuesto al ejercicio episcopal de monseñor Okpaleke querían destruir a la Iglesia e incurrían en pecado mortal, hasta el punto de compararlos con los viñadores asesinos de la parábola evangélica. Francisco reconocía también la gran paciencia y el amor a la Iglesia demostrados por el obispo, marginado y humillado. Por todo ello, ordenó que cada sacerdote le dirigiese una carta pidiendo perdón y manifestando total obediencia al Papa. Además establecía un plazo de treinta días, pasado el cual sería suspendido a divinis quien no hubiese cumplido lo ordenado. El propio Francisco quiso explicar la severidad de la medida porque el pueblo de Dios estaba escandalizado y se requería esta dolorosa medicina para recuperar la comunión.

El pasado 19 de febrero, ocho meses después, se hacía pública la aceptación de la renuncia de Okpaleke y la decisión del Papa de nombrar un Administrador Apostólico para Ahiara, mientras reflexiona sobre el futuro de la diócesis. Es cierto que decenas de sacerdotes han cumplido el mandato papal, no sin expresar su dificultad extrema para aceptar al obispo legítimamente nombrado. Por otra parte, existe la sospecha de que algunos sacerdotes han acatado formalmente la orden del Papa, pero han transmitido a algunos laicos la tarea de proseguir la oposición encarnizada, por lo que en estos meses no se ha conseguido normalizar la situación. Convencido de que esta lucha no podía reportar ya beneficio alguno para la diócesis, monseñor Okpaleke ha decidido, de acuerdo con el Papa, renunciar a su cargo.

Hasta aquí el relato de una dolorosísima historia que ciertamente aún no ha terminado. Una primera aproximación nos inclina a recontar los fracasos: fracaso en primer lugar de la verdad más propia de la Iglesia, en la que ya no hay judío ni griego, ibo ni mbaise; fracaso de la sana disciplina eclesial, que de mil formas se ha tratado de imponer; fracaso, incluso, de la autoridad del Papa, que se ha jugado en primera persona para resolver este drama. Todo esto es verdad, pero no es toda la verdad. Seguramente cualquier poder de este mundo habría resuelto una situación de este tipo mediante la ley (necesaria) y mediante la fuerza (legítima y proporcionada). A la Iglesia no le basta.

Un caso como éste demuestra hasta qué punto el triunfo de la Iglesia suele pasar a través del fracaso. Demuestra también el gran riesgo que el Señor ha estado dispuesto a correr al hacer pasar su salvación a través de un cuerpo formado por hombres y mujeres con todos sus límites y pecados. No nos engañemos con frases almibaradas: el daño es grande, quizás no sólo para los católicos de Ahiara. Y aun así, la historia acredita cuántas veces el cuerpo de la Iglesia ha sido arrastrado por el fango y cuántas se ha levantado de nuevo misteriosamente. El dueño de la barca nos ha prometido no dejarnos solos y evitar que prevalezcan las fuerzas del Infierno, pero ha advertido que permitirá a su barca adentrarse en las tormentas más oscuras y que no hay garantía que nos proteja frente a los golpes y escupitajos que Él mismo aceptó padecer.

Publicado en Alfa y Omega.