Cada vez me doy más cuen­ta de las se­cue­las tan no­ci­vas que deja en la mu­jer el abor­to in­du­ci­do. ¡Me pro­du­ce un gran do­lor! Y lo de­duz­co por los mo­men­tos en los que debo aten­der a per­so­nas que su­fren y pa­de­cen, con au­tén­ti­co dra­ma­tis­mo, el he­cho de ha­ber abor­ta­do cons­cien­te­men­te. Se ha es­tu­dia­do des­de el pun­to de vis­ta si­co­ló­gi­co, pero hay otro más pro­fun­do y es el sen­ti­mien­to de cul­pa­bi­li­dad o de pe­ca­do que deja el co­ra­zón he­ri­do y do­lo­ri­do. El dra­ma es pro­fun­do y na­die po­drá jus­ti­fi­car el daño rea­li­za­do por mu­cho que se diga que la mu­jer tie­ne ese de­re­cho al abor­to. El he­cho en sí daña a la mu­jer y a quie­nes lo eje­cu­tan. Por mu­cho que se afir­me que no hay se­cue­las de cul­pa­bi­li­dad. ¡Es men­ti­ra! El sen­ti­mien­to de ha­ber con­tri­bui­do a se­gar una vida na­die lo po­drá bo­rrar a no ser que haya un arre­pen­ti­mien­to y con hu­mil­dad se pida per­dón por tan mal he­cho. ¡Sólo Dios mi­se­ri­cor­dio­so col­ma­rá de paz al co­ra­zón arre­pen­ti­do! Ni la so­cio­lo­gía, ni la si­co­lo­gía, ni las ideo­lo­gías que apo­yan el abor­to, ni los apa­ren­tes de­re­chos para eje­cu­tar­lo, ni las le­yes que lo aprue­ban… po­drán eli­mi­nar el dra­ma in­te­rior que afec­ti­va y aními­ca­men­te se pro­du­ce en quien ha caí­do en esta abe­rra­ción. Es un do­lor tan ho­rri­ble que ani­qui­la a la per­so­na.

Aún re­cuer­do cuan­do un alto car­go del Go­bierno me es­pe­tó: “Los obis­pos han de so­me­ter­se a las le­yes que ema­nan del Par­la­men­to”. A lo que yo le res­pon­dí: “Si esas le­yes son jus­tas va bien, pero si son in­jus­tas como la ley del abor­to, yo por hon­ra­dez y dig­ni­dad hu­ma­na no pue­do acep­tar­la, pues­to que pri­man los Diez Man­da­mien­tos. Y el abor­to va con­tra el quin­to man­da­mien­to de No ma­ta­rás y más aún va con­tra la na­tu­ra­le­za hu­ma­na que ha de pre­ser­var y res­pe­tar la vida”. La pre­po­ten­cia e ido­la­tría de las ideo­lo­gías es tan de­ni­gran­te y or­gu­llo­sa que se po­nen por en­ci­ma de la ra­cio­na­li­dad y de la di­vi­ni­dad. La ti­ra­nía se hace pa­sar por li­ber­tad de de­re­chos. La per­so­na im­por­ta tan­to en cuan­to se an­te­pon­gan los pro­pios in­tere­ses. Es uno de los gran­des erro­res, es más, uno de los ma­yo­res ma­les que está su­ce­dien­do en la so­cie­dad. El fu­tu­ro será muy duro en el jui­cio al gran fra­ca­so que es­tán pro­du­cien­do ta­les le­yes. El abor­to es in­jus­ti­fi­ca­ble; la de­fen­sa de la vida es lo más jus­ti­fi­ca­ble.
 
Abo­go por la de­fen­sa de la vida. Un día me hi­cie­ron una en­tre­vis­ta y me pre­gun­ta­ron que cuál es la ra­zón por la que la Igle­sia no ad­mi­tía el abor­to. A lo que res­pon­dí: “La vida hu­ma­na debe ser res­pe­ta­da y pro­te­gi­da de ma­ne­ra ab­so­lu­ta des­de el mo­men­to de la con­cep­ción. Es un de­re­cho in­vio­la­ble de todo ser inocen­te que goza de vida. Mis ma­nos han sos­te­ni­do a ni­ños que las ma­dres tu­vie­ron la in­ten­ción de abor­tar y no lo hi­cie­ron y los he bau­ti­za­do. ¡Eran fe­li­ces! Pero mis ma­nos han per­do­na­do, en nom­bre del Se­ñor, a quie­nes han in­du­ci­do di­rec­ta o in­di­rec­ta­men­te al abor­to y se han arre­pen­ti­do. ¡Su ros­tro era más se­reno! La Igle­sia aco­ge la vida y aco­ge al pe­ca­dor arre­pen­ti­do. Na­die de los que han caí­do o han con­tri­bui­do al abor­to po­drá afir­mar que su con­cien­cia está tran­qui­la. La Igle­sia pone el dedo en la lla­ga, in­di­can­do la gra­ve­dad, pero tien­de la mano para cu­rar­la”. Los ar­gu­men­tos que se es­gri­men para jus­ti­fi­car el abor­to nun­ca tran­qui­li­zan. Pro­du­cen más daño. Sólo la ver­dad hará bro­tar un de­seo de re­pa­ra­ción y per­dón.
 
Con­clu­yo in­vi­tan­do a to­das las ma­dres que pue­dan te­ner la ten­ta­ción de caer en el abor­to a re­ci­bir nues­tras ma­nos y me­dios para ayu­dar­les en lo que ne­ce­si­ten. En la dió­ce­sis hay mu­chos que tra­ba­jan para res­ca­tar la vida que hay en el seno de la ma­dre y se les ofre­ce un se­gui­mien­to has­ta el mo­men­to que lle­gue a la luz la nue­va crea­tu­ra es­pe­ra­da. Esto me hace re­cor­dar lo que dice la ma­dre del fa­mo­so ita­liano An­drea Bo­ce­lli (un gran can­tan­te, te­nor y mú­si­co ita­liano), que re­ve­ló en una en­tre­vis­ta te­le­vi­si­va que cuan­do es­tu­vo em­ba­ra­za­da los mé­di­cos le re­co­men­da­ron abor­tar a su hijo por­que na­ce­ría con una en­fer­me­dad con­gé­ni­ta. Sin embargo, ella se negó: “Re­cuer­do cuan­do los mé­di­cos me di­je­ron: 'Abór­ta­lo, tu hijo será cie­go'. Me acon­se­ja­ron abor­tar, pero no lo hice… qui­se con­tar esta his­to­ria para dar fuer­za a las fa­mi­lias que afron­tan si­tua­cio­nes si­mi­la­res a aque­lla por la que yo y mi fa­mi­lia vi­vi­mos”. La ge­ne­ro­si­dad Dios siem­pre la ben­di­ce y con cre­ces.

Francisco Pérez González es arzobispo de Pamplona y obispo de Tudela.