Hace unos días, el presentador de un programa de televisión hizo la siguiente reflexión: “¿Se puede imaginar algo más cruel, más terrible, más inhumano que la vida eterna? ¿Te imaginas toda una eternidad sin hacer nada? No se puede hacer nada. No se puede inventar nada porque todo está inventado. No se puede escribir nada porque ya está todo escrito. No se puede investigar nada porque no hay dudas ni misterio. No hay razón para hacer nada porque allí no espera nada, no se desea nada [...] Estoy pensando que después de un año en la vida eterna estaríamos hartos y deseando de morirnos de una puñetera vez. La vida es importante y bonita porque se acaba, por eso nos agarramos a ella, porque sabemos que no es para siempre. Si fuera eterna no habría quien la aguantara. Por eso disfruta, la vida es corta y se acaba. No pierdas el tiempo enfadándote.”

Creo que este presentador se ha olvidado de que una cuestión como esta no se puede valorar con parámetros terrenos. Es la tentación en una sociedad en que cada vez vivimos más centrados en nosotros mismos, donde resulta difícil salir del móvil y levantar la mirada hacia el cielo. De lo contrario, este presentador se hubiera dado cuenta de que en la vida eterna la variable tiempo no existe. Se trata de una circunstancia que nos sobrepasa, que por mucho que le demos vueltas no podemos comprender.

Un tímido intento puede ser lo que se cuenta que le ocurrió al abad Virila, que preocupado por el misterio de la eternidad salió a pasear y, oyendo el canto de un ruiseñor, se quedó atontado escuchándolo hasta que se durmió. Tras despertar regresó a su monasterio, pero nadie le conocía. Entonces un monje consultó libros antiguos y constató que 300 años antes había existido un abad llamado Virila, que un día había desaparecido. De repente apareció el pajarillo con el anillo abacial, se lo puso al abad y se oyó la voz de Dios que le decía al abad: “Virila, has pasado 300 años en un momento escuchando el canto de un ruiseñor. Imagina cómo será la eternidad a mi lado. Será un momento”.

Así que aburrimiento, en absoluto, porque el tiempo ya no cuenta, y porque la compañía que tendremos en la vida eterna es la mejor que puede existir, la de Dios, que se preocupará de que vivamos felices. ¿Escribiendo, investigando, charlando, haciendo deporte? ¿Qué importa eso? Confío plenamente en que un Dios que ha creado el universo va a ser capaz de arreglárselas para que no pasemos un mal rato en su compañía.

Por eso Santa Teresa de Jesús, gran mística del siglo de oro español, dijo en su día: “Tan alta vida espero, que muero porque no muero”. Por si acaso aclaro que lo que santa expresa con este pensamiento son sus ganas por llegar a la vida que viene después de la terrena. En fin, que no nos quiten esa gran esperanza, la de reunirnos algún día con todos los santos que hay en el cielo, cuya fiesta celebramos hoy. Ellos nos estimulan a vivir con esperanza y alegría durante nuestro caminar por la vida terrena, a la vez que son el mejor ejemplo de cómo prepararnos para el evento más importante de nuestras vidas, que es el paso a la vida eterna.

Ignacio Del Villar es profesor de la Universidad Pública de Navarra.