Hace mucho que la ciencia abandonó su cometido natural -el conocimiento de la naturaleza-, para convertirse en una idolatría que expulsa la fe religiosa al lazareto de las supersticiones, brindando explicaciones «científicas» (en realidad, completamente supersticiosas) a lo que antaño se consideraban realidades sobrenaturales. Así, por ejemplo, la idolatría científica niega la existencia del alma o del acto creador de Dios, para hacer creer a las masas cretinizadas que la naturaleza puede ser dominada en sus causas primeras por la ciencia (y para que las masas cretinizadas, a la vista de estos adelantos «científicos», puedan creerse Dios). De tal modo esta idolatría de la ciencia ha logrado embaucar a las masas cretinizadas que ya nadie se pregunta por qué, por  ejemplo, hay científicos capullos que «saben» que el alma no existe o que Dios no creó el mundo, pero en cambio no saben cómo matar el bichito de la caries.

De vez en cuando, sin embargo, sobreviene un cataclismo que hace añicos todos estos embelecos. Así ocurre ahora con la plaga del coronavirus. El espejismo del dominio de la naturaleza se hace añicos; y surge el fantasma de la angustia. El hombre religioso no tenía una solución «práctica» para el problema del mal, pero contaba con una explicación teológica esperanzadora; y contaba, además, con una comunidad que cuidaba amorosamente de él, absorbiendo el terror destructivo del mal. Las masas cretinizadas se han quedado sin una explicación teológica para el problema del mal, fiándolo todo a las soluciones «prácticas» que brindaba la ciencia; y se han quedado también sin comunidad, pues ahora cada miembro de la masa cretinizada se cree Dios. Pero llega entonces el bichito del coronavirus contra el que la ciencia no tiene solución «práctica» alguna (como tampoco, por cierto, contra el bichito de la caries o el catarro); y entonces se rompe en mil añicos aquella fantasía supersticiosa de dominio sobre la naturaleza que la idolatría científica había conseguido imponer. Inevitablemente, surge entonces la angustia, que -como señalaba Max Scheler- es un fenómeno típicamente moderno, nacido de un afán engreído de control sobre la naturaleza que acaba generando pavor ante lo incontrolable. Las masas cretinizadas descubren con horror que las soluciones «prácticas» de la ciencia no bastan; y descubren también que carecen de explicaciones teológicas y de una comunidad que las sostenga, porque entretanto han desaparecido los vínculos comunitarios entretejidos por la religión.

La angustia llena entonces el vacío que ha dejado la idolatría; y la angustia crece todavía más ante la expectativa de sufrimientos que no podremos soportar (porque, entretanto, la idolatría científica ha rebajado considerablemente nuestra capacidad para soportar el dolor). Pero la idolatría científica, que no puede permitirse parecer impotente, tiene también una solución para nuestra angustia. Ya que no puede eliminarla (como tampoco el bichito del coronavirus, del catarro o de la caries), puede eliminar a los hombres enfermos o angustiados, evitando al mundo el espectáculo de sus lamentos solitarios (pues no tienen quien les cuide) y, sobre todo, el espectáculo demoledor del fracaso de la ciencia. Puesto que las masas cretinizadas lo han fiado todo al poder ilimitado de los avances científicos, deben también entregar su vida a estos avances. ¡Si la ciencia no puede procurarnos una cura, al menos debe procurarnos una muerte dulce que nos libere de la angustia! ¡Ven, eutanasia liberadora, y aparta de nosotros la angustia de saber que la idolatría de la ciencia era una quimera irrisoria!

Feliz Cuaresma para todos los angustiaditos y todas las angustiaditas.

Publicado en ABC.