Los santos son signo de la novedad radical que la Encarnación, Muerte y Resurrección del Hijo de Dios ha introducido en la historia. No son representantes del pasado sino que constituyen el presente y el futuro de la Iglesia. El mismo día en que pronunciaba estas palabras, Benedicto XVI ha firmado con los Decretos que reconocen las virtudes heroicas de sus predecesores Pío XII y Juan Pablo II. Se esperaba el relativo a Karol Wojtyla, pero lo referente a Eugenio Pacelli ha sido toda una sorpresa.
 
Benedicto XVI ha vuelto a demostrar su libertad de espíritu en ambos casos. Respecto a Juan Pablo II ha tenido que templar los ánimos de quienes empujaban entonando el «santo súbito», pero tampoco le han hecho mella las recientes críticas del belga Daneels que denunciaba un cierto favoritismo a la hora de examinar el caso Wojtyla. El Papa polaco ha debido atravesar todos los filtros, si bien su caso ha podido avanzar a mayor velocidad debido al conocimiento bien documentado de su vida y a la multitud de testimonios disponibles.
 
Por lo que se refiere a Pacelli, el Papa Ratzinger tenía sobre la mesa desde hace un año el parecer favorable de la Congregación para las Causas de los Santos, pero ha preferido esperar. Durante este tiempo ha hecho su propia lectura de la figura de Pío XII, ha visitado Jerusalén y ha hecho notar a los hermanos hebreos la inquebrantable amistad de la Iglesia católica con el pueblo judío y su compromiso con la suerte de este pueblo. Pero también les ha hecho saber que esa amistad debe ser gratuita y que por tanto no aceptará condiciones ni amenazas.
 
En su discurso a la Curia romana, realizado dos días después del reconocimiento público de las excepcionales virtudes que abren el camino hacia la beatificación de Pío XII, Benedicto XVI ha querido subrayar el significado de su visita a Yad Vashem, el Memorial del Holocausto en Jerusalén: «Un encuentro sobrecogedor con la crueldad de la culpa humana, con el odio de una ideología ciega que sin justificación alguna ha condenado a millones de personas a la muerte, y de esta forma, ha querido extirpar del mundo también a Dios, al Dios de Abrahám, de Isaac y de Jacob, y al Dios de Jesucristo». 
 
Miles de horas de intenso escrutinio de la documentación existente han llevado a la Iglesia a la convicción de que Pío XII fue plenamente consciente de la maldad radical del nazismo y actuó, dentro de la contingencia histórica que le tocó vivir, para proteger a los judíos de la horrible persecución que se abatía sobre ellos. Eugenio Pacelli, como secretario de Estado de Pío XI, fue el muñidor de la actividad doctrinal de la Santa Sede con las encíclicas Non abbiamo bisogno, Mit Brenender Sorge y Divini Redemptoris, tres piezas del magisterio pontificio que no dejan lugar a dudas sobre la claridad de criterio ante el huracán totalitario que se cernía sobre Europa, bastante antes de que la mayor parte de las cancillerías occidentales hubiesen desarrollado un diagnóstico claro al respecto.
 
Después llegaron los años terribles de la Segunda Guerra Mundial y Pío XII debió decidir, en medio de la tormenta, cómo administrar sus recursos y posibilidades. La Iglesia ya se había pronunciado claramente sobre la idolatría nazi y por otra parte sus sacerdotes estaban sufriendo una dura persecución en Alemania, Polonia y otras regiones de Europa. La experiencia parecía mostrar que los pronunciamientos duros y explícitos, como el del episcopado holandés, sólo servían para recrudecer la saña de la persecución, tanto de judíos como de católicos, y no faltaron episcopados europeos que rogaron al Papa que evitase esa posibilidad. Se comprende la encrucijada moral del pontífice, que difícilmente puede juzgarse con categorías de despacho. En todo caso, en el radiomensaje de la Navidad de 1942, Pío XII se refirió a la persecución sufrida por miles de inocentes a causa simplemente de su nacionalidad o de su raza, en evidente referencia a los judíos.
 
En todo caso, Benedicto XVI ha ofrecido su propia interpretación de estos hechos en la homilía de la misa del cincuentenario de la muerte de Pío XII, en octubre de 2008. Según ésta, Pío XII prefirió actuar «a menudo de manera secreta y silenciosa, precisamente porque, consciente de las situaciones concretas de ese complejo momento histórico, intuía que sólo de ese modo podía evitarse lo peor y salvar al mayor número posible de judíos». A esa tarea dedicó todas sus energías, movilizando la extensa red de las nunciaturas, las parroquias y las órdenes religiosas.
 
Sólo así se explica el unánime reconocimiento del mundo judío en los años posteriores a la guerra, cuando no se había abierto un debate contaminado en su raíz. Recordemos por ejemplo las afirmaciones de la ministra de Exteriores israelí Golda Meir: «Cuando el martirio más espantoso ha golpeado a nuestro pueblo, durante los años del terror nazi, la voz del Pontífice se ha levantado a favor de las víctimas». O las del rabino de Jerusalén, Isaac Herzog, que en 1944 afirmaba que «el pueblo de Israel no olvidará jamás lo que Pío XII y sus colaboradores están haciendo por nuestros desventurados hermanos en la hora más trágica de nuestra historia».
 
La confusión que ha llegado a la locura de acusar a Pío XII de complicidad con el nazismo, o cuando menos de tibieza, arranca del estreno en Berlín de la obra «El Vicario» de Rolf Hochhuth, en 1963. Diversas investigaciones, la más reciente la del profesor Michael Hasemann («Pío XII, el Papa que se opuso a Hitler») señalan que dicha obra responde a una estrategia diseñada por el KGB para demoler la imagen de un Pontífice que se había convertido en un bastión de anticomunismo. Por cierto que en el mismo año de su estreno, el Gobierno de la República Federal Alemana mostró su amargura por las acusaciones contra Pío XII, «que había levantado en diversas ocasiones la voz contra las persecuciones raciales del tercer Reich y liberado a tantos hebreos de las manos de sus perseguidores». Pero es cierto que los hallazgos de tantos historiadores (no pocos de ellos hebreos) que documentan la monumental estrategia del Papa Pacelli a favor de los judíos, apenas encuentran eco en la gran prensa mundial, que sin embargo recoge como una especie de dogma los infundios contenidos en «El Vicario».
 
Pero está claro que Benedicto XVI ha decidido que la Iglesia debe atenerse a su propia conciencia antes que a los humores del poder mediático. Por otra parte, el reconocimiento de las virtudes heroicas de Pacelli servirá también para disolver algunos tópicos muy asentados en el seno del mundo católico: entre ellos la imagen de Pío XII como Papa rígido, incapaz de juzgar adecuadamente el rumbo de la historia, y por tanto en oposición dialéctica al Beato Juan XXIII. En aquella homilía mencionada, Benedicto XVI lo presentaba como precursor del Concilio Vaticano II en temas como la Eclesiología, la Liturgia, las Ciencias bíblicas, el impulso a las misiones y la promoción del laicado.
 
Cuando el Papa estampó su firma en el documento correspondiente tenía también marcada en su agenda la fecha del 17 de Enero de 2010, cuando está prevista su visita a la Sinagoga de Roma. Algunas voces irritadas del mundo judío han hecho temer por el futuro de esta visita, que afortunadamente ya ha sido confirmada por la Comunidad judía de Roma. El Papa Ratzinger es manso y paciente, encaja los golpes, sabe esperar y sabe dar razones. Pero no retrocede un milímetro cuando están en juego la verdad y la libertad de la Iglesia.
 
*Publicado en Páginas digital