Hace cien años, el 7 de noviembre de 1917, Lenin y su Partido Bolchevique expropiaron la caótica revolución del pueblo ruso que había comenzado ocho meses antes, y pusieron en movimiento el primer experimento moderno de totalitarismo. El subsiguiente baño de sangre no tuvo precedentes, ni en sí mismo ni en las extensas masacres que inspiró en los aprendices de Lenin durante las siguientes seis décadas. Y el sueño leninista todavía vive: en un agujero del infierno como Corea del Norte; en la isla-prisión de Cuba; en lo que podría ser una de las naciones más ricas del planeta, Venezuela. Lenin y sus discípulos crearon más mártires en el siglo XX que cuantos pudieron imaginar Calígula, Nerón y Diocleciano. Y sin embargo, de alguna manera, las carnicerías comunistas nunca han atraído la condena permanente, inequívoca y merecida que recae sobre otras tiranías.
 
Los horrores que Lenin liberó pocas veces han quedado reflejados tan poderosamente como en el nuevo libro de Anne Applebaum, Red Famine: Stalin’s War on Ukraine [Hambre roja. La guerra de Stalin en Ucrania]. En su anterior estudio, Gulag, por el que ganó el Premio Pulitzer, Applebaum demostró que los campos de esclavos del “archipiélago” de Aleksandr Solzhenitsyn no eran algo circunstancial en la empresa soviética, sino parte integral de ella, económica y políticamente. Ahora, Anne Applebaum deja inequívocamente claro que el Holodomor, el hambre terrorífica que segó en Ucrania cuatro millones de vidas entre 1932 y 1933, fue creado artificialmente y aplicado sin compasión por Stalin, heredero de Lenin, para quebrar el espíritu nacional de Ucrania al tiempo que se suministraba a la tambaleante economía soviética moneda procedente de las exportaciones agrícolas. O, para decirlo de forma más sencilla: Stalin mató de hambre a cuatro millones de hombres, mujeres y niños por motivaciones ideológicas y políticas.


 
Que el asesinato de masas pudiese tener lugar a esa escala se debió a que el fuego de las convicciones utópicas revolucionarias había incinerado muchas conciencias. He aquí, por ejemplo, el escalofriante testimonio posterior al Holodomor de un activista comunista que ayudó a poner en marcha la catastrófica destrucción de la agricultura campesina en Ucrania y su sustitución por granjas colectivistas políticamente correctas: “Yo creía firmemente que el fin justificaba los medios. Nuestro gran objetivo era el triunfo del comunismo, y para lograr ese objetivo todo estaba permitido: mentir, robar, destruir a cientos de miles e incluso millones de personas, a todos los que entorpecían nuestra obra, a cualquiera que se encontrase en nuestro camino. Vacilar o dudar de todo esto era caer en ‘exquisiteces intelectuales’ y un ‘liberalismo estúpido’”.
 
En el universo moral del bolchevismo, dos más dos podían ser igual a cinco, o a siete, o a tres, o a lo que fuera que exigiese la Revolución.
 
Y así, como la esclavitud, el genocidio se amoldó al sistema soviético. Lentamente, los ucranianos empezaron a morir de hambre por millares, consumiéndose sus cuerpos hasta el punto de que la gente, esquelética, simplemente se caía muerta en las calles o en las cunetas. “Los exportadores soviéticos”, cuenta Anne Applebaum, “continuaron enviando [fuera del país] huevos, aves de corral, manzanas, nueces, miel y mermelada, así como pescado, verduras y carne en conserva… que podrían haber ayudado a alimentar Ucrania”. Pero hacerlo habría significado reconocer la humanidad de aquellos a quienes Stalin despreciaba como “gente atrasada”, miembros de las “clases moribundas”. La hambruna de millones de personas, concluye Applebaum, no era un indicativo de que la política de Stalin había fracasado; era, más bien, “un signo de éxito”. La Revolución derrotaba a algunos de sus más temidos enemigos, uno a uno, mediante la agonía hora tras hora de una hambruna impuesta y aplicada por el estado.
 
Tan repugnante como la moralidad leninista de la revolución de Stalin fue la aquiescencia tácita a esta artificial hambruna de masas por parte de los reporteros occidentales, que sabían lo que estaba sucediendo en Ucrania pero no escribieron nada al respecto para no poner en peligro sus fuentes en el Kremlin y su confortable forma de vida en Moscú. En esto, el villano principal sigue siendo el odioso Walter Duranty, de The New York Times, un agente fundamental en el encubrimiento del Holodomor, encubrimiento que continuó hasta bien entrados los años 60, y que está reactivándose en la actual Rusia de Putin como parte de su propaganda de guerra contra la Ucrania ahora independiente. La ética de Duranty se resume eficazmente en uno de sus despachos de 1935: “Puede objetarse que la vivisección de animales vivos es algo triste y terrible, y es verdad que el destino de quienes se han opuesto al experimento soviético no fue feliz”, pero “en ambos casos el sufrimiento se inflige con un noble propósito”.
 
Quizá The New York Times, para conmemorar el centenario de la Revolución Bolchevique, podría renunciar al Premio Pulitzer de Walter Duranty, como pequeño gesto de arrepentimiento.

Publicado en The Catholic World Report.
Traducción de Carmelo López-Arias.