Hace unos días una amiga me invitó a ver con ella Converso, del director David Arratíbel. Era la sesión del lunes a las 20.30 y apenas quedaban entradas. Mi amiga, que lo es también de David, comparte con él la amistad y el agnosticismo. Conmigo, la amistad y otras cosas, pero no la fe. Vivimos en Pamplona, como la familia Arratíbel, así que en la sala nos encontramos un grupo de lo más heterogéneo; como la vida misma, como los perfiles de los protagonistas, pero con un denominador común: creo que nos conmovió a todos.
 
La honestidad del director y la autenticidad de los protagonistas cautivan: no nos extrañó nada que ganara el premio del público en el Festival Punto de Vista porque, sin pretenderlo, toca a todos. No hay rastro de impostura o manipulación en ella. Es honesta como su director, que sigue siendo agnóstico pero habla de religión sin prejuicios.

 
Frente a tanta afición a planificar y polemizar, sobrecargados de argumentos y supuestas técnicas de evangelización, Converso es un balbuceo entrecortado y vacilante que, sin pretenderlo, convence.
 
Y mira que el tema es difícil: creyentes y no creyentes en la misma familia. Difícil y real como cada una de nuestras familias.
 
Converso no es cine católico sino vida contada con espontaneidad y frescura. Hace empatizar al creyente con los sentimientos a veces dolorosos del no creyente y viceversa, y la tensión familiar se va transformando en comprensión mutua.
 
Me recordaba al Anti-manual de evangelización de Fabrice Hadjhadj: “La evangelización no es tanto una técnica como un asombro. E insistir tanto en la estrategia nos convierte en burdos embaucadores”.
 
Frente a los consejos sobre "¿Cómo hablar de Dios hoy?", como si existiera un método que hubiera demostrado su eficacia para convencer de la existencia de Dios, Converso no pretende convencer sino que sólo intentar entender.
 
La conversión se muestra como lo que es: el encuentro con Alguien. Algo que nos sucede, algo inefable y difícil de transferir.
 
Como es algo que nos ocurre y no es una adhesión intelectual a una ideología, no necesitamos argumentos brillantes y una oratoria impecable para comunicarlo sino un balbuceo respetuoso con el Misterio, con la Gracia y con el otro.
 
Los cristianos no somos polemistas, dialécticos que oponen a otros un sistema de ideas gracias a su pretendida “formación”, sino niños que balbucean ante la grandeza del Misterio. No pretendamos ser otra cosa. No suplantemos al Espíritu Santo. Él es quien toca los corazones.
 
¿A dónde pretendemos ir tan cargados de argumentos avinagrados si nos faltan el tiempo para escuchar y la ternura para nuestro hermano que le ayuden a intuir el rostro de Cristo? Comuniquemos lo poco que sabemos de los misterios de la ternura del corazón de Dios.
 
¡Tantas veces hablamos y escribimos los cristianos como campanas huecas! “Dios no es una palabra entre las palabras sino la Palabra” (Fabrice Hadjhadj); procuremos no pronunciar su nombre en vano.