La dura realidad es que la democracia vigente ya no es una forma de gobierno, sino –como enseñaba Gómez Dávila– una religión antropoteísta: «Su principio es una opción de carácter religioso, un acto por el cual el hombre asume al hombre como Dios. Su doctrina es una teología del hombre-dios; su práctica es la realización de este principio en comportamiento, en instituciones y en obras». Esta teología del hombre-dios pretende que el derecho al voto se alce contra las leyes, de tal modo que el pueblo pueda convertirse en "tirano de las leyes", obedeciéndolas o desobedeciéndolas según su conveniencia. Contra este gravísimo peligro ya nos alertaba Platón en el libro IX de su diálogo Las leyes: "De cualquiera que esclavizare las leyes poniéndolas bajo el imperio de los hombres, sometiere la ciudad a una facción y, despertando la discordia civil, infringiere las leyes, hay que pensar que es el peor enemigo de la polis".
 
No un enemigo cualquiera, sino el peor de los que acechan a la comunidad política. No hay peor delito, en efecto, que entregar las leyes al poder de los hombres. Platón consideraba que el despotismo democrático es el peor de los despotismos, por la sencilla razón de que no hay forma de comunidad política que sobreviva si los hombres que la constituyen no se someten al imperio de la ley. Naturalmente, esto no significa que las leyes injustas no puedan ser cambiadas; significa que las leyes no pueden estar a merced de gobernantes demagogos que las pisoteen a placer, ni tampoco de pueblos caprichosos que las obedezcan o desobedezcan según su conveniencia. Sin sometimiento a la ley, bajo la máscara acaramelada de religión antropoteísta, la democracia se convierte en una pura pulsión: halagando al hombre-dios, los demagogos pueden modelar a placer al hombre-bestia. Porque fuera de la polis está la selva. Y en esa selva de hombres divinizados que en realidad ya sólo son bestias que han dimitido del raciocinio, el demagogo puede hacer lo que le venga en gana. No tiene más que sobornar a esos hombres-bestias que se creen dioses para llevar a cabo sus designios.
 
Pero cuando Platón afirmaba que quienes ponían las leyes bajo el imperio de los hombres eran los peores enemigos de la polis se estaba refiriendo a leyes justas. El error aberrante y constitutivo de la democracia antropoteísta consiste en hacer creer al hombre (para divinizarlo) que basta con que una mayoría las apruebe para que las leyes sean legítimas. De este modo, la democracia antropoteísta concede la misma legitimidad a la virtud que al crimen, con tal de que disfruten aritméticamente del mismo apoyo. De este modo, la democracia antropoteísta se adentra en el largo túnel que la lleva inevitablemente a su desintegración: pues una vez que el hombre-dios ha convertido sus apetencias en derechos y sus vicios en virtudes cívicas mediante leyes aprobadas mayoritariamente, ¿cómo se le puede convencer de que un referéndum que le apetece es ilegal? Ese hombre-dios considera íntimamente que todas las leyes son una farsa, aunque les finja obediencia cuando le convenga; pero en el momento en que tales leyes coarten su divinización se revolverá contra ellas, tachándolas de antidemocráticas. 
 
En estos días en que los demagogos infringen las leyes, despertando la discordia civil, y la diarrea mental del hombre-dios afirma que su voto está por encima de las leyes resuena como una maldición aquella frase sabia y profética, clarividente y terrible, de Donoso Cortés: «El principio electivo es de suyo cosa tan corruptora que todas las sociedades civiles, así antiguas como modernas, en que ha prevalecido han muerto gangrenadas».

Publicado en ABC el 23 de septiembre de 2017.