La noticia puede parecer de ésas de carril, reservada para los muy especialistas. Pero tirando del hilo permite abrir la perspectiva sobre lo que está sucediendo en un enclave antaño riquísimo para el catolicismo europeo, donde hoy  amenaza el desierto. Me refiero a Bélgica y los Países Bajos. La sede primada de este país, Utrecht, se ha visto sorprendida por el nombramiento de dos jóvenes obispos auxiliares, Theodorus Hoogenboom (49 años) y Herman Woorts (46 años).
 
Un reciente coloquio de la Conferencia Europea de Radios Cristianas me ha permitido conocer la histórica y bellísima diócesis de Utrecht, bastión del catolicismo holandés durante los años duros de la Reforma. Hasta la marejada del post-concilio, Holanda había sido una plaza fuerte de Roma en los confines de la geografía protestante: religiosos, intelectuales y misioneros holandeses enriquecían al conjunto de la Iglesia con su valiente e ilustrada encarnación de la fe. Después llegó la zarabanda del disenso teológico y de la emigración masiva del pueblo católico hacia la nada; y mientras la Iglesia se desangraba el país se aplicaba a los experimentos sociales en la vanguardia del nihilismo.
 
Aquella criba dejó tiritando el árbol de la Iglesia. Juan Pablo II llamó a los obispos del país a un sínodo especial para abordar la crítica situación, y en su viaje pudo experimentar en su carne la dureza de la contestación. Eran los años en que pululaban las barrabasadas litúrgicas, las firmas contra la jerarquía, los teólogos díscolos con el Magisterio y las asambleas desafiantes como la que cada año reunía en Zwolle a la flor y nata de la disidencia eclesial. El Papa colocó en Utrecht a un hombre de anchas espaldas, el cardenal Adrianus Simonis, que no dudó enfrentase a todos los elementos para salvaguardar la integridad de la fe y proteger al pequeño resto del pueblo de Dios que permanecía sano. Por su libertad de palabra, los medios le denigraron y el lobby gay trató de empapelarlo en los tribunales, pero los sufrimientos no fueron en vano.
 
Hoy una nueva generación de obispos guía a ese resto con inteligencia y mano segura. Quizás porque la cultura del nihilismo esté tocando fondo, la Iglesia ha conquistado una nueva respetabilidad desde su independencia profética. Por primera vez en años se ha visto una procesión con el Santísimo en las calles de Rotterdam, acompañada por miles de personas (y no pocos jóvenes), se han lanzado misiones populares con la presencia de nuevos carismas, ha aparecido una prometedora producción intelectual y se experimenta un lento repunte de vocaciones sacerdotales. Pero que nadie se engañe, éstos son sólo los brotes de una siembra en medio de la debacle de casi un cuarto de siglo. El cardenal Simonis goza ya del merecido retiro y le ha sucedido el arzobispo Willem Eijk, un teólogo de prestigio (formó parte de la Comisión Teológica Internacional) y experto en bioética, que no duda asomarse a los nuevos medios digitales (de hecho mantiene un interesante foro a través de Twitter). Seguramente Utrecht no necesitaría para sí dos nuevos auxiliares; la razón de la noticia puede estar en la conveniencia de ir forjando nuevas figuras episcopales que den seguridad a este nuevo camino.
 
Muy distinta es la realidad en la vecina Bélgica, un país roto por el enfrentamiento entre las comunidades flamenca y valona, en el que la secularización interna llegó más tarde pero amenaza ser aún más devastadora que en Holanda. Los síntomas de la crisis son paralelos a los antes descritos, pero han avanzado más rápidamente y además no se ha articulado una respuesta eclesial clara. El catolicismo, muy debilitado, ya no actúa como cemento del país ni como luz en medio de la deriva del radicalismo cultural. La pérdida de familiaridad del pueblo con la Iglesia se precipita en picado, mientras varios seminarios amenazan cierre y los obispos parecen más preocupados por no irritar al stablishment político-mediático que por decir una palabra iluminadora aunque incómoda.
 
Juan Pablo II también avizoró esta situación y colocó en Bruselas a un hombre intelectualmente notable, el flamenco Godfried Daneels, cuya renuncia está a punto de ser aceptada ahora. Es difícil hacer un balance de su largo ministerio, pero resulta claro que no ha conseguido operar un cambio de rumbo. Muchos se preguntan incluso si lo ha pretendido. Desde luego que el camino de la Iglesia en un determinado lugar no depende sólo (a veces ni sólo ni principalmente) del gobierno episcopal, pero éste sirve para apoyar o frenar, para marcar metas y para formar mentalidades. Daneels, cuyas aportaciones siempre me han parecido sugestivas, ha favorecido al fin y a la postre al entorno del progresismo eclesial, incapaz de sacar a la Iglesia del marasmo. Ésa es la razón de que en Bélgica no se haya producido todavía el «giro holandés».                                                              
Ahora Benedicto XVI debe tomar la ardua decisión de enviar a un nuevo arzobispo a la vieja Bruselas, y así enviar un mensaje comprensible a toda la Iglesia en Bélgica. No faltan los que apuestan por apuntalar el statu-quo con alguien que confirme la ruta de los últimos decenios; y nos preguntamos qué tiene que pasar para que se reconozca el pantanal en que se traban todas las energías del catolicismo belga. Pero también se escuchan las voces que claman por un cambio en sintonía con la línea del pontificado, un cambio que salvaguarde la fe de los sencillos y que encuentre un nuevo camino para hacer presente el Evangelio en una sociedad trágicamente descristianizada. Dado que la tradición indica que en Bruselas (capital bilingüe y único lugar de mezcla entre comunidades) se alternan prelados flamencos y valones, las miradas se centran en el obispo de Namur, André Leonard, un viejo conocido del Papa-teólogo. Un desvelo más para las noches cortas de Benedicto XVI en la antesala de la Navidad.

*Publicado en Páginas Digital