Como empieza a ser habitual en mis veranos, una vez más he pasado diecisiete días en Medjugorje, a donde acudo a confesar. Para un sacerdote, sentarse en un confesionario y que inmediatamente se te forme una cola que, las veces que decía Misa a las doce de la mañana, tenía que levantarme media hora antes para decir a los penitentes que a menos cinco tenía que interrumpir para poder celebrar, es una experiencia fabulosa.
 
He confesado (tuve un hermano que sabía mucho de Matemáticas y que me enseñó a contar) a poco más de mil personas, de todas las edades y de todas las situaciones religiosas. Desde personas de una santidad poco común, a gente muy mayor cuya última confesión había sido con motivo de su primera comunión.
 
De todas formas, quiero hacer referencia a tres tipos de penitentes: los que han realizado algún aborto, los novios que se van a la cama y los separados divorciados.
 
He confesado, como es lógico y sucede con frecuencia en los grandes santuarios, a bastantes personas que habían realizado abortos. Como es uno de los grandes problemas a los que se tienen que enfrentar las personas que han realizado abortos, les pregunto si antes del hecho alguien les había hablado del síndrome postaborto, para encontrarme en todos los casos con una rotunda y total negativa; y es que no nos olvidemos de que el aborto es una industria que mueve muchos millones y que hace muy ricos a algunos que, por tanto, tienen gran interés en ocultar los aspectos desagradables de este infame negocio.
 
Como sacerdotes podemos y debemos decirle a quienes nos vienen en confesión que Dios, puesto que están arrepentidas, les perdona. Pero queda un segundo problema: el de perdonarse a sí mismas y el de perdonar a las personas que les han empujado a tomar esa desastrosa decisión; pues nuestro objetivo es sanar a esa persona en todas sus dimensiones, devolviéndole la esperanza, pues como dice Juan Pablo II en su encíclica Evangelium Vitae, el perdón y la paz están abiertos a ellas en el Sacramento de la Reconciliación e incluso el perdón de su hijo que ahora vive en el Señor. Han tenido una experiencia traumática, pero la capacidad de perdón de Dios e incluso la de su hijo es infinita. En una bella frase de Mamerto Menapace, OSB: “Las lágrimas de una madre son el agua bautismal de sus hijos”.
 
Mi experiencia de las relaciones prematrimoniales es tan negativa que suelo decir a las parejas que si quieren romper su relación, un método muy bueno es irse a la cama. Y ello por dos razones: una, sobrenatural, porque Dios es Amor y por tanto lo que es pecado, sencillamente nos aleja de Dios y en consecuencia del amor. La otra es de tipo natural: las estadísticas de varios países, entre ellos España, Francia, Suecia y Estados Unidos, nos señalan que la cohabitación previa, con sus correspondientes relaciones sexuales, aumentan el número de rupturas y perjudica la estabilidad matrimonial. Pero de esto no conviene decir nada, porque es políticamente incorrecto, aunque ello signifique que muchos jóvenes, víctimas de este colosal engaño, lo perciban cuando ya no pueden formar una familia.
 
No sé si es porque me estoy sensibilizando con este problema, pero me da la impresión de que el número de divorciados separados que se confiesan está aumentando claramente. Un divorciado no re-esposado o que no convive sexualmente con otra persona tiene acceso a los sacramentos, algo no permitido a los divorciados re-esposados a menos que vivan como hermano y hermana, caso raro, pero más frecuente de lo que se cree.
 
Y por último, algo que me ha sucedido estos días. A una penitente le di mi penitencia habitual: cinco Ave Marías a la Virgen para pedir los dones de la Fe, de la Oración, de la Paz, que es lo que la mayor parte de la gente pide en Medjugorje y de la Alegría. La penitente me dijo: “Esta penitencia me ha puesto la carne de gallina, porque esta mañana, subiendo al monte alto, la Virgen me ha ido haciéndole pedir una tras otra estas cuatro cosas”. Cuanto más pienso en ello, más lo veo como un gesto humanísimo y celestial de nuestra Madre del Cielo.