Al­guno, al ver el tí­tu­lo, pen­sa­rá: ¿qué nos pue­de de­cir un mon­je tra­pen­se del Mo­nas­te­rio Cis­ter­cien­se de San Isi­dro de Due­ñas a no­so­tros que no vi­vi­mos en un mo­nas­te­rio y an­da­mos preo­cu­pa­dos por tan­tas co­sas? Es­toy con­ven­ci­do de que de to­das las per­so­nas y de to­das las si­tua­cio­nes po­de­mos apren­der algo bueno si te­ne­mos una ac­ti­tud re­fle­xi­va y abier­ta.
 
San Ra­fael nos tie­ne que de­cir mu­cho. Es un mon­je mís­ti­co, es de­cir, un mon­je que tie­ne ex­pe­rien­cia del mis­te­rio de Dios, de Dios que se ha ma­ni­fes­ta­do en Je­su­cris­to, el Hijo de Dios e hijo del hom­bre, como Pa­dre com­pa­si­vo y mi­se­ri­cor­dio­so en el Es­pí­ri­tu San­to; un mon­je que mu­rió a los 27 años, un 26 de abril de 1937, por una dia­be­tes que le iba mi­nan­do poco a poco, pero so­bre todo mu­rió de amor y por amor a Dios.
 
Las úl­ti­mas le­tras que es­cri­bió per­te­ne­cen a la car­ta que en­vió a su her­mano Leo­pol­do, el 17 de abril de 1938, ad­jun­ta­ba tres di­bu­jos y él ex­pli­ca su sig­ni­fi­ca­do. «El pri­me­ro, es un hu­mil­de lego que ha ele­gi­do el ca­mino de la ver­dad. En la no­che os­cu­ra del mun­do, sólo la cruz de Cris­to ilu­mi­na la sen­da de la vida. Sólo hay esa ver­dad que da paz para es­pe­rar, áni­mo para se­guir y con­fian­za para no errar. Cris­to y su Cruz es la Ver­dad, es el Ca­mino y es la Vida… La se­gun­da es un alma que ado­ra a Dios en la gran­de­za de su crea­ción y mi­ran­do al mun­do, con­tem­plan­do la be­lle­za de la crea­ción, pide a to­das las cria­tu­ras que le ado­ren… La som­bra de este alma que ama a Dios en la be­lle­za, es una cruz. La ter­ce­ra es un mon­je que, subido en una peña, con­tem­pla el mun­do y, vién­do­se se­dien­to de amo­res di­vi­nos, de an­sias de cie­lo, no pue­de por me­nos de ex­cla­mar… ex­tran­je­ro y pe­re­grino soy en la tie­rra… El que se con­si­de­ra ex­tran­je­ro en el mun­do y sólo sue­ña con Dios y con su ver­da­de­ra pa­tria…su vida será una se­re­na paz, pues sólo hay paz en el co­ra­zón des­pren­di­do… Tra­ba­ja­rá con la mira pues­ta en Dios y su tra­ba­jo será ben­de­ci­do. Tra­ta­rá con los hom­bres, y su tra­to es­ta­rá fun­da­do en la ca­ri­dad…». Es­tos di­bu­jos y es­tas le­tras le de­fi­nen como “sa­bio y san­to”.
 
Dos gran­des lec­cio­nes nos da San Ra­fael como tes­ti­go de la mi­se­ri­cor­dia.
 
Creer, con­fe­sar y acep­tar con gozo la mi­se­ri­cor­dia de Dios es la pri­me­ra lec­ción exis­ten­cial. «Cuan­tas ve­ces me pon­go de­lan­te de Ti, ¡oh Se­ñor!, mis pri­me­ros sen­ti­mien­tos son de ver­güen­za. Se­ñor, Tu sa­bes por qué. Pero des­pués, ¡oh Dios, qué bueno sois!, des­pués de ver­me a mí, os veo a Vos, y en­ton­ces al con­tem­plar vues­tra mi­se­ri­cor­dia que no me re­cha­za, mi alma se con­sue­la y es fe­liz». «Todo es una gran mi­se­ri­cor­dia de Dios». «En mi vida no veo sino mi­se­ri­cor­dias di­vi­nas». «En su in­fi­ni­ta mi­se­ri­cor­dia que­dan ocul­tas nues­tras mi­se­rias, ol­vi­dos e in­gra­ti­tu­des». «He aquí la gran mi­se­ri­cor­dia de Dios… en­se­ñar­me que sólo en Él ten­go que po­ner mi co­ra­zón». «De todo saco una en­se­ñan­za… para com­pren­der su mi­se­ri­cor­dia para con­mi­go».
 
Esa mi­se­ri­cor­dia que ex­pe­ri­men­ta­ba y go­za­ba, in­clu­so en me­dio de las con­tra­dic­cio­nes y del do­lor, es la que él trans­pa­ren­ta­ba y ex­pre­sa­ba en las re­la­cio­nes con su fa­mi­lia y con sus her­ma­nos los mon­jes, abier­to a las cir­cuns­tan­cias na­cio­na­les… Esta es la se­gun­da lec­ción.
 
«Ya que me has dado luz para ver y com­pren­der, dame, Se­ñor, un co­ra­zón gran­de… para amar a esos hom­bres que son hi­jos tu­yos, her­ma­nos míos, en los cua­les mi enor­me so­ber­bia veía fal­tas, y en cam­bio no me veía a mí mis­mo. Cómo se inun­da mi alma de ca­ri­dad ha­cia el her­mano dé­bil, en­fer­mo…».
 
Sien­te que Je­sús in­vi­ta a acep­tar a los hom­bres tal como son: «He apren­di­do a amar a los hom­bres tal como son y no tal como yo qui­sie­ra que fue­ran… Dios me lle­va de la mano , por un cam­po don­de hay lá­gri­mas, don­de hay gue­rras, hay pe­nas y mi­se­rias, san­tos y pe­ca­do­res… Todo eso es mío; no lo des­pre­cies… Te doy un co­ra­zón para amar­me… Ama a las cria­tu­ras que son mías. Ama mi cruz y si­gue mis pa­sos. Llo­ra con Lá­za­ro, sé in­dul­gen­te con la pe­ca­do­ra».
 
Por to­dos se ofre­ce al Se­ñor: «Me he ofre­ci­do por to­dos. Por mis pa­dres, mis her­ma­nos, por los mi­sio­ne­ros, los sa­cer­do­tes… por los que su­fren y por los que le ofen­den…».
 
Con re­la­ción a los en­fer­mos, es sig­ni­fi­ca­ti­vo lo que dice res­pec­to a la en­fer­me­dad de su her­ma­na a la que acom­pa­ña­ba, con­ta­ba chis­tes, le­yén­do­le li­bros… «Je­sús, veo su­frir y su­fro, veo llo­rar y llo­ro… ha­ced que san­gre, y cu­rad so­bre mi to­das las pe­nas de los que me ro­dean».
 
Lle­va­ba con pa­cien­cia las ofen­sas. Ha­bía un mon­je, en­fer­mo psí­qui­co y muy vio­len­to, que era el tor­men­to de toda la co­mu­ni­dad; era es­pe­cial­men­te duro con el hermano Ra­fael, al que cri­ti­ca­ba fre­cuen­te­men­te. Ra­fael lle­va­ba las ofen­sas con in­fi­ni­ta pa­cien­cia, sin de­vol­ver mal por mal y dis­cul­pán­do­le.
 
El hermano Ra­fael ora­ba por los vi­vos y los di­fun­tos: «Hoy, 12 de agos­to de 1936, te­ne­mos toda la co­mu­ni­dad en vela al San­tí­si­mo para pe­dir­le la paz. Pe­dir­le por lo que mue­ren, re­pa­rar mu­chos pe­ca­dos, y para que nos con­ce­das a to­dos con­for­mi­dad con sus di­vi­nos de­sig­nios».
 
Quie­ra Dios que to­dos apren­da­mos de San Ra­fael Ar­náiz.