Se ha ido como vivió: de puntillas, sin armar ningún ruido ni causar molestias a nadie más allá de las inevitables, de muerte súbita, como esos futbolistas que se desploman sobre el césped sin que nadie los haya mirado siquiera. Más de la mitad de mi ser se lo ha llevado consigo, en realidad porque le pertenecía.
 
A principios de verano celebramos las bodas de oro de nuestro matrimonio, con ceremonia de reafirmación matrimonial, misa, presencia de nuestros hijos y nuestros nietos y hasta banquete, al que nos honró con su presencia el párroco. Goyi estaba hecha una reina, rebosante de felicidad viéndose rodeada de los suyos, que constituían toda su vida.
 
Cuando nos casamos contaba apenas veinte años, y yo veintinueve. Bendijo nuestro enlace el que llegaría a ser arzobispo de Mérida-Badajoz, don Antonio Montero. Lo celebramos en la capillita del Consejo Superior de los Jóvenes de Acción Católica, donde estaba la redacción del semanario «Signo», al que yo pertenecía. Fuimos de viaje de novios en una Lambreta, de camping en camping. A veces en albergues juveniles en pabellones separados. Queríamos llegar a la Costa Azul, pero no pasamos de Marsella porque se acabaron las provisiones que llevábamos en latas y apenas nos quedaba dinero para la gasolina de retorno. Aún así tuvimos que pedir un préstamo a mis parientes de Barcelona a fin de llegar a Madrid.
 
Goyi llegó al matrimonio sin haber conocido antes a ningún otro hombre, y yo le pagué con la misma moneda de oro de ley porque sólo hay que pedir aquello que se da. Es decir, que éramos dos pardillos en materia que el lector puede adivinar, sin embargo tuvimos de manera plenamente consciente siete hijos –tres chicas y cuatro varones- en diez años, y porque Dios dijo: ya no más. A base de muchos sacrificios y una existencia austera, dimos estudios a todos y, al final, algo más que eso, que todos ellos han sabido aprovechar y sobre todo agradecer.
 
Pasamos estrecheces, largos períodos de apretura de cinturón, incluso de paro, más por motivos políticos que profesionales, pero como Goyi sabía ejecutar maravillosamente el milagro de los panes y los peces, no perecimos en los tiempos de vacas flacas. Las pocas veces que discutimos fue por cuestiones de presupuesto, aunque ella terminaba haciéndose cargo de que yo no podía dar más de sí, porque el día sólo tiene 24 horas, y yo admitiendo que los milagros tienen un límite, de modo que nos poníamos a hacer cuentas, toda la familia en común, y alguna solución heroica encontrábamos. Todo antes que romper la armonía familiar, base fundamental de nuestra felicidad.
 
Goyi vivió siempre entregada por completo a los hijos y a su marido. No se guardó nunca ningún resquicio, aunque fuese mínimo, para sí misma. A veces teníamos que forzarla, en especial sus hijas con mi complicidad, a renovar un poco su vestuario y esas cosas que recomponen el aspecto externo de las mujeres. Le bastaba con ser limpia como los chorros del oro. En ese aspecto, se preocupaba mucho más por mí que por ella. «No quiero que vayas hecho un andrajoso», me decía. Su vida entera, su felicidad más profunda fue siempre la familia. No fuimos nunca separados a ninguna parte, sino siempre juntos, siempre unidos. Al principio con todos los hijos, a medida que venían llegando. Al final, cuando todos levantaron el vuelo, lo dos solos, como si empezáramos de nuevo. Con los chicos recorrimos media España y buena parte de la otra mitad. Primero, en pensiones, viajando en un Citroën dos caballos, donde no sabíamos cómo, pero entrábamos los nueve. Luego en una tienda de campaña mamotrética. Finalmente en una caravana de cinco plazas que con literas añadidas, nos acomodábamos los nueve. Ella era la reina del enjambre; el que suscribe el conductor, guía turístico y juez de paz con un fallo único: mamá siempre tenía razón, y además era cierto. No cometía con ello ninguna prevaricación.
 
Fue siempre una lectora forofa de cuanto escribo. Últimamente de los artículos que aquí publico, que no le gustaba que los enviase al editor de la página sin antes haberlos leído. Si los elogiaba, que era lo habitual, sus hijos le decían que su opinión no valía, porque era parte interesada, pero a ella le daba igual. No quería privarse del privilegio de anticiparse a todos los demás lectores y, naturalmente, dar su opinión, que era reiteradamente favorable, mejor dicho, favorabilísima.
 
Alguna feminista radical podrá pensar que fue una esclava del marido y la familia. Una mujer explotada hasta la extenuación por los suyos, alienada por los prejuicios religiosos, el egoísmo familiar y la cultura machista del cristianismo. ¡Qué sabrán estas tías! ¡Qué sabrán de la felicidad profunda de una madre y esposa fiel, que se ve correspondida! No lo pueden saber, y no lo saben porque tienen el corazón como un erial, esterilizado por el egoísmo. Hace pocos días me decía que se casó conmigo porque me quería, lógicamente, pero que ahora, a medida de que habían ido pasando los años, me quería más, muchísimo más.
 
Seguramente no hubiera resistido que yo me anticipara, que me fuera antes que ella a la casa del Padre. No sé, claro está. No sabemos nada de los designios del Señor, pero en todo caso, el vacío que ha dejado en mí, no habrá forma de llenarlo con nada. Acaso por mi poca fe. La fe empequeñecida de los hombres pequeños, achicados, limitadísimos, como yo, como la inmensa mayoría de los seres humanos. Tal vez almas caritativas me aconsejen, con mejor intención que acierto, que me distraiga, que frecuente centros de recreo, de tercera edad, que viaje. ¿Y adónde voy yo sin ella si nunca nos separamos por nada, si parecíamos hermanos siameses? Nada me interesa ya. Únicamente vivir de su recuerdo, compartir el rezo del Rosario cogidos de la mano, como hacíamos a diario, ahora ella desde arriba y yo desde este lugar tan abajo. Por nuestros hijos y sus familias, por los nietos, por los muchos que sufren en este mundo por culpa de los gobernantes perversos. En fin, sólo quiero escribir, como quería ella que hiciera, rememorar y orar, a la espera paciente de que me llegue el día del encuentro definitivo con el Señor y la mujer que llenó mi vida.
 
Si alguien quiere unirse a mis oraciones, no tanto por ella, aunque también, sino por los desdichados y sufrientes de este mundo, que son infinitos, invocando su intercesión, sepan que respondía al nombre de Gregoria Martínez Nieto, ausentada el día uno de diciembre del año del Señor de 2009 en este pueblo de la sierra de Madrid. La familia les quedaremos eternamente agradecidos.