Se ha vuelto frecuente hablar de la “mala calidad” de nuestra democracia, un capítulo suficientemente amplio como para incluir epígrafes muy diversos: desde el excesivo poder del que gozan unos partidos enrocados sobre sí mismos hasta la falta de transparencia de las administraciones y la escasez de mecanismos para luchar contra la corrupción. Pero curiosamente apenas se habla de la merma real de libertad que experimentamos cada día en nuestra convivencia civil. El último caso es el del obispo de Solsona, Xavier Novell, que desde hace dos semanas sufre un violento acoso en las redes sociales, desde algunas instituciones y en la propia calle. El motivo es su ponderada exposición, a modo de pregunta, sobre si la “la confusión en la orientación sexual de bastantes chicos no será debida a que en la cultura occidental la figura del padre estaría simbólicamente ausente”. Por cierto, el obispo Novell introduce la cuestión, en una carta dominical, al hilo de lo que dice al respecto el Papa Francisco en la Exhortación Amoris Laetitia.
 
Semejante audacia ha ido demasiado lejos a juicio de diversos grupos LGTB, que han pedido poco menos que la expulsión del obispo de la ciudad común, aparte de cubrirle de una retahíla de improperios que van más allá de cuanto debería permitirse una sociedad sana. La presión ha encontrado inmediatamente eco en una parte de los valientes concejales del ayuntamiento de Cervera, municipio incluido en el territorio diocesano de Solsona, de modo que el obispo ha sido declarado “persona non grata”. Es ésta, por cierto, una de las prácticas más repugnantes que contaminan nuestra democracia, porque el poder (en este caso municipal) se arroga la prerrogativa de expulsar moralmente a un ciudadano, y no porque haya cometido ningún crimen, sino porque su posición pública resulta antipática a estos nuevos totalitarios. Desde luego, nuestra calidad democrática deja mucho que desear.
 
Pero como toda esta montaña de insultos y desprecios a quien ha osado entrar en el debate público respetuosa y razonadamente no parece suficiente, los nuevos bárbaros han decido practicar otro de sus odiosos procedimientos, el llamado “escrache”, que no es sino una forma de acoso violento (literalmente) a una persona, a veces a la puerta de su propia casa. A partir de ahora, veremos por cuánto tiempo, Xavier Novell tendrá que salir de cualquier celebración litúrgica custodiado por la policía (esperemos que al menos esta siga defendiendo el derecho y la civilización) para impedir que la agresión en curso vaya a mayores.
 
Todo esto no es nuevo, especialmente para quienes se atreven a desafiar los postulados de la ideología de género. Lo han sufrido ya varios obispos, profesores, médicos, sicólogos, e incluso una persona como Philippe Ariño, que se declara homosexual y a continuación explica su decisión de oponerse al matrimonio entre personas del mismo sexo y de vivir en continencia. La violencia que se ha despachado contra ellos impunemente no ha merecido apenas reproche social, y por supuesto ninguna tutela judicial. Más aún, algunas instituciones han ejercido sanciones contra estos “disidentes” al amparo de una serie de leyes sobre identidad sexual que no pretenden proteger a nadie frente a una supuesta discriminación, sino imponer una visión antropológica y moral desde el poder y acallar cualquier disidencia al respecto.
 
Desde luego Alexis de Tocqueville o Benjamín Franklin sabrían describir esto con mucha precisión, aunque sus nombres seguramente no sugieren nada a los nuevos bárbaros. En las democracias occidentales hoy están en riesgo libertades fundamentales, y no porque la mayor parte de la ciudadanía haya basculado hacia el lado oscuro, sino porque opera una aterradora espiral de silencio impuesta desde algunos centros de poder. Evidentemente, el individualismo, la pérdida de vínculos comunitarios y la disolución de la tradición son campo abonado para este inquietante proceso.
 
Mientras escribo me llega la reconfortante noticia de que Xavier Novell no se achanta, y esta semana vuelve a plantear en su carta temas importantes (no sólo para los católicos) al hilo de Amoris Laetitia. Evidentemente no basta con resistir, es necesario estar presentes con un rostro original, con una propuesta que puede interesar a todos. Pero en ocasiones la resistencia forma parte de una vida verdaderamente humana. Y aunque el gesto de la libertad es siempre personal, conviene no abandonar a quien lo realiza. No se me ocurre pensar que Mons. Novell esté solo en esta aventura, pero sería hermoso contemplar a todo un pueblo que vive, goza, dialoga y propone… y si llega el caso resiste. Porque está en juego un bien demasiado importante como para mirar hacia otro lado.

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