Todos, grandes y pequeños, tenemos miedo a lo desconocido. No nos gusta la oscuridad, porque no sabemos a ciencia cierta qué nos rodea, quién nos mira o a qué distancia están las cosas, buenas o malas. Queremos agarrarnos a algunas seguridades, y por eso nos inquieta el futuro, lo que está más allá de los planes conocidos y previstos. Tememos los imprevistos, los grandes imprevistos existenciales (una enfermedad grave, una muerte, un cambio radical en mi vida laboral o social); pero también tememos o nos inquietamos con los imprevistos pequeños de cada día (el coche que se nos cruza, el retraso de una cita…)
 
Nos inquietan los imprevistos, pero hay algunos que son previsibles, ciertos o altamente probables. Nos llegará el gran imprevisto de la muerte, antes o después, de modo rápido o tras una larga enfermedad. Y es probable, muy probable, que toquen a nuestra puerta esas pequeñas muertes que llamamos sufrimientos o dificultades. ¿Cuándo? ¿Cuántos? ¿Cómo? ¿Dónde? Son circunstancias imprevistas de este hecho previsible.
 
Resuena en nuestros corazones la trágica muerte de dos adolescentes en Madrid, el mismo día en que terminaban los exámenes del último curso de Bachillerato. ¿Por qué? La respuesta externa, que repiten todos los medios, apunta a la situación del ascensor, que se desplomó desde una altura considerable. Pero ese porqué es muy superficial, y satisface muy poco a sus padres y amigos. La muerte imprevisible.
 
¿Cómo podemos prever estos imprevistos “de peso”? Si prever significa ver y conocer antes de que suceda, la respuesta es negativa y poco satisfactoria. Sí podemos, sin embargo, prepararnos para esos imprevistos, que siempre llegan en el peor momento; dicho sea de paso, cualquier momento es malo para que se nos acerque la muerte o una enfermedad grave.
 
Entresacando de experiencias ajenas, que siempre nos pueden iluminar, ahí van algunas reflexiones. Vaya por delante que del dicho al hecho hay un buen trecho, o como dicen los italianos, con un pellizco de realismo, dal dire al fare, c’e in mezzo il mare [del decir al hecho está entre medias el mar].
 
El imprevisto que nos llega, o uno muy parecido, ya lo superé en el pasado. No siempre se cumple, pero en muchas ocasiones sí. Esta dificultad, este sinsentido, este dolor, son parecidos o más pequeños que aquel que ya atravesé hace dos, tres o cinco años. Si en aquel momento lo superé, también ahora es asequible, puedo alcanzar la victoria. Si somos sinceros, cuando miramos al pasado, nos admiramos de cómo sobrellevamos aquella situación tan dura. Es bueno recordar nuestras victorias.
 
El hombre tiene una gran capacidad de adaptación. La historia de la humanidad lo corrobora, y los distintos entornos y ambientes en los que se da la vida humana lo confirman. Desde los fríos de la Antártida hasta los calores del Sahara, pasando por la humedad de la selva amazónica. En unos lugares y otros hemos aprendido a sobrevivir. Los niños son un claro ejemplo de esta facilidad para adaptarse, incluso sorprendiendo a sus mayores. Escuché a una familia los temores ante la salud de una de las hijas, que necesitaba tener en casa un respirador y varias máquinas de soporte para su salud. ¿Cómo se lo tomarían los otros hijos? ¿Lo aceptarían cordialmente? ¿La humillarían? La sorpresa vino cuando escucharon el comentario de los pequeños. ¡Qué suerte! ¡Qué máquinas más chulas tiene nuestra hermana! Y además son sólo para ella.
 
A nuestro alrededor hay más bien que mal, y el bien siempre triunfa. Fue la reflexión de un desconocido sastre que hizo a un joven seminarista, en la Cracovia de la Segunda Guerra Mundial, y con los alemanes del otro lado de la puerta del garaje. Años después, ese seminarista, ya como Papa, gritaría: “No tengáis miedo”, y recordaría la enseñanza de Jon Tiranowsky, aquella tarde de invierno. El bien triunfará, también cuando parece que el mal muerde todas nuestras seguridades y sólo nos rodea una oscuridad negra y densa.
 
Como cristianos, sabemos que siempre hay luz, que la Luz nos cuidará y protegerá. Con frecuencia nos gustaría que fuese la luz de los focos de cine, grabando una escena luminosa en la habitación del protagonista. Pero nos tenemos que conformar con la vela, más o menos grandes, que nos ilumina los siguientes pasos que tenemos que dar, o el medio metro que tenemos delante. Confiar en la luz, que no significa el optimismo quietista de los brazos cruzados, pero nos libera del temor paralizante ante los imprevistos previsibles.