Estas Navidades hemos tenido un extraordinario regalo del Papa Francisco, la carta Admirabile Signum, un extraordinario elogio del Belén, un signo de fe cristiana que nos ayuda a aproximarnos al gran misterio de un Dios que se hizo hombre para salvar a los hombres. Francisco recorre en la carta las diversas escenas del Belén, que dan testimonio de una noche santa en la que Dios real y verdaderamente se transforma en un niño recién nacido. Entre esas escenas también destaca la adoración de los Magos.

Confieso que estaba deseando llegar a este pasaje porque siempre me he sentido muy identificado con estos sabios llegados de un país lejano, de los que el evangelio de Mateo no nos dice ni su número ni su nombre. Los Magos me han gustado siempre no tanto por los regalos que llevan sino porque son hombres de búsqueda, como tantas personas de nuestro tiempo, aunque no lo sepan, como tantos cristianos que quieren tomarse en serio su cristianismo y no se satisfacen con meras prácticas externas, pues su corazón va a la búsqueda de Dios por los complejos caminos de la vida. A los Magos les guía una estrella que a veces se oculta. Los cristianos tenemos la fe como nuestra estrella indicadora y a través de ella queremos llegar a Cristo en un camino en el que debemos hacer uso de las otras virtudes que también acercan a Dios: la esperanza y el amor.

En el viaje de la existencia nosotros debemos llevar regalos. Es triste llevar las manos vacías. Esas manos desnudas no son ningún signo de libertad, y no entiendo por qué algunos se empeñan en identificar libertad y soledad, sino de corazón seco. Llevamos los regalos de la fe y del amor, que también nosotros hemos recibido, y que sirven para alumbrar el camino, alumbrando a los demás. Ese camino nunca resultará áspero si nos dejamos conducir de la mano de Dios. Eso es seguir la estrella.

El Papa Francisco dice en Admirabile Signum: “Contemplando esta escena, estamos llamados a reflexionar sobre la responsabilidad que cada cristiano tiene de ser evangelizador”. Añado que esta tarea puede parecer difícil porque nos hemos acostumbrado a defender la fe a base de argumentos, en espera de alcanzar la réplica definitiva que un día desarmará a nuestros adversarios y servirá para proclamarnos vencedores y estar henchidos de satisfacción. Pero la fe no se transmite con argumentos. Se transmite desde la oración, porque supone reconocer que todo está en manos de Dios y solo Él cambia los corazones, y con el ejercicio de la misericordia y el amor, aunque no podamos ver frutos inmediatos. Jesús nunca prometió que los veríamos. Debió de pensar que esto solo serviría para alimentar nuestro orgullo y creernos superiores a los demás.

Prosigue Francisco: “Cada uno de nosotros se hace portador de la Buena Noticia con los que encuentra, testimoniando con acciones concretas de misericordia la alegría de haber encontrado a Jesús y su amor”. El auténtico cristiano se deja invadir por la alegría del evangelio y la vuelca hacia los otros. No es una alegría humana, solo pendiente de los estímulos externos. Es esa alegría de Cristo que nadie nos puede arrebatar (Jn 16, 22). Tantos pasajes del evangelio destilan alegría, sin ir más lejos el del comerciante en perlas finas que va y vende cuanto tiene para comprar una perla extraordinaria (Mt 13, 46). Tampoco los Magos se dejaron llevar por el ambiente que contemplaron en Belén. No se dejaron escandalizar por la pobreza, nos recuerda Francisco, como tampoco se escandalizó el buen ladrón que reconoció en la cruz la realeza y divinidad de Cristo (Lc 23, 42).

Los Magos son un modelo para nosotros. Siguen el camino marcado para la estrella, no se detienen ni en la tranquilidad de los oasis ni en medio de las incertidumbres de las tormentas. A lo largo del camino, y así es hasta el final, les aguarda Cristo, fuente de toda alegría.

Publicado en el número de enero de El Pilar.