Fueron quienes traicionaron o abandonaron a Cristo y finalmente le llevaron a la cruz. Hombres.

Al igual que las mujeres, también disfrutaron de la misericordia de Dios con las apariciones de Cristo resucitado.
Fueron perdonados, consolados y confirmados en la fe. Cristo les fue abriendo los ojos, como a los discípulos de Emaús, de igual modo a como lo hace con nosotros en esta cincuentena pascual, en la que no hemos tardado en tocar nuestra debilidad tras la solemne celebración de la Vigilia Pascua 2017.

Hay que marcar el año porque ninguna Pascua es igual a otra: el acontecimiento nos alcanza en situaciones distintas y, como decía Ortega y Gasset –que murió cristianamente tras recibir confesión, comunión y unción-  cada uno es él y sus circunstancias.

Dice Benedicto XVI que las primeras recopilaciones de testimonios sobre la resurrección de Jesucristo son atribuídas a hombres, digamos los primeros credos de la Iglesia, uno de los cuales es ese de san Pablo en el que, al recordarnos el Evangelio que nos ha anunciado, enumera que Cristo murió por los pecados, según las escrituras, que ha resucitado, según las escrituras, y que se apareció primero a Pedro –que lo negó- luego a los doce –que salvo Juan lo abandonaron- y después a más de quinientos hermanos a la vez, y por último al mismo Pablo, en forma de luz tirándole del caballo en el que perseguía a cristianos.

Pablo de Tarso, un laico de la secta de los fariseos que llevó el evangelio a los gentiles, es decir, a aquellos que no pertenecían al pueblo de Israel, ante su negativa mayoritaria a acoger el Evangelio. 

El esquema de las apariciones de Jesucristo resucitado a sus discípulos es mayoritariamente el de hablarles y comer con ellos, que es el esquema que sigue la Eucaristía: liturgia de la Palabra, liturgia de la Mesa.

Escuchar para poder descubrir lo que nos comemos, su cuerpo y su sangre para tener vida en nosotros. La ciencia no ha vencido la muerte, ha sido Cristo quien la ha vencido y la vence hoy en cualquiera que dé crédito a su resurrección, que nos alcanza a través de la predicación del kerigma y nos introduce en el ágape de la eucaristía: la comunión con Él.

“Si no coméis mi carne y no bebéis mi sangre no tenéis vida en vosotros”. Comamos y bebamos sin pagar, pan y vino de balde que además son el cuerpo y la sangre de Cristo, el mismo Dios, que viene a ser en nosotros, encarnándose como lo hiciera en la Virgen María.

Los hombres no son quienes no lloran, sino aquellos que dejan que sus lágrimas sean enjugadas por Dios. Para ser hombre y que se realice en nosotros el anhelo de felicidad que Dios ha puesto en nuestro corazón y que quiere colmar –como decía san Juan Pablo II- no hay nada mejor que la Eucaristía, en la que damos gracias a Dios por lo que ha hecho por nosotros a lo largo de la Historia de Salvación y que actualiza en cada Eucaristía viniendo a vivir dentro de nosotros.