Las reglas son más propias de la ciencia que del arte, pero, pese a todo, hay cultivadores del trabajo intelectual con su propio método, que no es ni único ni exclusivo. Sean, por tanto, bienvenidos sus consejos y opiniones para orientar a los que estudian y a los que escriben. Un libro clásico sobre este tema es El trabajo intelectual, de Jean Guitton, publicado en 1951 y que ha sido reeditado por Rialp.

Es uno de esos libros que suelen citarse mucho y leerse un poco menos. Confieso que yo tampoco lo había leído, y su lectura me ha sido grata no porque ofrezca unas reglas mecánicas para tener un éxito asegurado sino porque en esta obra se entremezclan las opiniones nacidas de la pasión por la lectura con retazos escogidos de la vida del autor. Guitton fue profesor de enseñanza media y profesor universitario, pero no era de los que consideran más valioso un nivel que otro, algo que sí está pasando hoy entre muchos docentes, aunque quienes hacen esa distinción quizás no caen en la cuenta de que la diferencia de edad entre los alumnos no garantiza por sí misma la madurez. En cualquier caso, la experiencia de trabajar con gente de diversas edades le permitió ser testigo sin dejar de ser a la vez maestro. San Pablo VI, un gran amigo del autor, repitió en diversas ocasiones que en nuestra época se necesitan más testigos que maestros. Ser testigo implica cercanía, y sería conveniente que unas gotas de proximidad estuvieran presentes en el licor de la erudición, para así hacerlo más sabroso. Claro que esto implica humildad y sencillez, unas cualidades que sí poseía Jean Guitton.

Pablo VI, con su amigo Jean Guitton.

El trabajo intelectual es un libro para ser leído más de una vez, y no porque sea una prosa excesivamente compleja sino porque su lectura despierta preguntas, un deseo de saber más, bien sobre el autor o sobre su época, o simplemente sobre nosotros mismos, los que nos enfrentamos a una página en blanco, en papel o en la pantalla de un ordenador. De ahí que sea muy difícil leerlo sin estar provisto de un lápiz para subrayar, o para hacer interrogaciones, porque a este libro se acude con la humilde disposición de aprender.

Son muy valiosos los consejos que da Guitton a cualquier estudioso. He aquí alguno de ellos sin agotar el contenido de la obra, y que me aplico a mí mismo. No hay que estar poseído por lo que uno sabe. Antes bien, hay que poseerlo y saber gobernarlo. El intelectual no ha de intentar comprenderlo todo. Es más práctico, aunque parezca más incompleto, “agarrarse a un solo punto y hacer piruetas alrededor”. Previene también contra la tentación, tan extendida, de hacer las cosas a medias. La vía intermedia entre el trabajo y la relajación no existe, o al menos es engañosa. Nuestro autor aconseja entregarse por completo o relajarse por completo.

Guitton previene además contra una tarea que pueda finalmente ser tan estéril como frustrante, aunque presente la apariencia de la utilidad: el trabajo intelectual no consiste en recoger ideas, informaciones y frases para almacenarlas. Es preferible escoger una idea y desplegarla en todas sus posibilidades. No todo el mundo tiene la habilidad de escribir una obra como los Pensamientos de Pascal, ejemplo de unidad en la dispersión, pero que no sirvieron para elaborar una obra compacta. Este tipo de dispersión solo es apta para genios como Blaise Pascal.

Y un consejo final: seguir a Marco Aurelio, cuando habla de rechazar la sed de libros. De esto sabía mucho Guitton, que fue prisionero de los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial. Allí conoció las lógicas carencias de quien ha sido privado de los libros. Para muchos intelectuales, esto sería una tragedia. Sin embargo, nuestro autor recalca que en esas situaciones es la hora de preguntar a los que te rodean y escuchar sus respuestas. Y además queda la memoria, los recuerdos cultivados a lo largo de una vida. Sobre este particular, Jean Guitton, un intelectual católico que admiraba al cardenal Newman, repetía gustoso una frase de este último: “Cristo se manifiesta en el recuerdo”.

Publicado en COPE.