“¡Pues yo soy Saruman el Sabio, Saruman el Hacedor de Anillos, Saruman el Multicolor!"
  
En la obra maestra de Tolkien, El Señor de los Anillos, Saruman el Blanco renuncia a su título y oficio, declarándose a sí mismo “multicolor”. Ya no le satisface ver la realidad como una batalla entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas. Demasiado “sabio” para sentirse vinculado a semejante visión en blanco y negro del universo, desdeña el blanco, la unidad de la luz entera, y la fragmenta en un espectro pluralista, más allá del bien y del mal.
 
Los estudiosos de la filosofía no pueden sino ver un paralelismo con las ideas de Friedrich Nietzsche, cuya obra tardía Más allá del bien y del mal quiso demoler todos los conceptos tradicionales de moralidad.
 
Gandalf le dice a Saruman, como sin duda le habría dicho a Nietzsche, que había “abandonado la vía de la sabiduría”. Luego, una vez que Gandalf asume el título de Gandalf el Blanco, le dice a Saruman que “ahora no tiene color”, expulsándole de la orden y del Consejo. Al rechazar la unidad de todos los colores en la Única Luz de la Bondad, y elegir por el contrario la fragmentación de la luz en un montón de tonalidades relativistas, Saruman, en su Orgullo de pavo real, no resplandece con todos los colores del arcoiris, sino que se desvanece en cincuenta sombras de gris hasta que, finalmente, no tiene “ningún color” en absoluto. Rehusando ser alguien que refleja la luz, se ha vuelto oscuro, un agujero negro de malicia, marchitándose hasta convertirse en una patética sombra de su antiguo ser, del mismo modo que Nietzsche, poco después de la publicación de Más allá del Bien y del Mal, descendió al agujero negro de la locura, declarando que él, Nietzsche, había creado el mundo, y firmando como Dionisio, dios del vino y de la demencia ritual.
 
¿Qué nos anticipan los ejemplos de Saruman y Nietzsche, uno de ficción y el otro histórico, sobre la anatomía del bien y del mal?
 
La respuesta se encuentra en la concepción de un universo en blanco y negro, que ambos rechazan. Se encuentra, de hecho, en la luz de la sabiduría y el asombro que procede de la mente de Santo Tomás de Aquino, una luz que es a la oscuridad de Nietzsche lo que la luz de Gandalf a la oscuridad de Saruman. Es una luz que vence a la oscuridad del relativismo tanto como a la voluntad de poder a la que sirve el relativismo.
 
Según el Aquinatense, la virtud, y en particular la virtud de la humildad, es el requisito previo para la comprensión del universo.
 
La humildad nos predispone a un sentido de gratitud por nuestra existencia, y no solo por nuestra propia existencia sino por la existencia de todas las cosas que vemos. Esa gratitud nos capacita para ver con asombro, lo que nos abre a la necesaria contemplación mediante la dilatación de la mente. Esta es, pues, la forma en la que nos abrimos a la luz de la realidad. La humildad, la gratitud, el asombro, la contemplación y la dilatación (dilatatio): he aquí el quíntuple orden de percepción que despierta nuestros cinco sentidos a lo Real.
 
Si lo anterior es la vía de la percepción que conduce a una auténtica iluminación -la vía del asombro-, su inversión puede ser entendida como el camino a ninguna parte que conduce al oscurecimiento nihilista, la vía de la maldad y en última instancia de la locura.
 
La falta de humildad (Orgullo) nos predispone a un sentimiento de ingratitud por nuestra existencia, y no solo por nuestra propia existencia sino por la existencia de todo lo demás. Tal ingratitud sucumbe al pecado del cinismo, cegándonos a todo sentimiento de asombro, y por tanto impidiendo la contemplación e impulsando en su lugar la distracción sin sentido, cerrando la mente a la realidad. El orgullo, la ingratitud, el cinismo, la distracción y la cerrazón de mente: he ahí el quíntuple orden de mala percepción que entumece nuestros sentidos de modo que ya no sean capaces de sentir o ver la presencia de lo Real.
 
A la luz de semejante concepto de la anatomía del bien y del mal, las palabras de G.K. Chesterton en su lecho de muerte sintetizan la sencilla diferencia entre la sabiduría de la humildad y la luz que trae consigo y, por el contrario, la malicia del orgullo y la oscuridad a la que conduce. “La cosa está ahora totalmente clara”, dijo el agonizante Chesterton, despertándose de una especie de ensueño semi-consciente: “Se trata de la luz y las tinieblas, y cada cual debe elegir de qué lado está”.
 
Chesterton eligió la luz y la deliciosa cordura de la santidad. Nietzsche eligió la oscuridad y la locura del orgullo, declarando al morir qué él mismo era el auténtico Dios a quien había declarado muerto. Chesterton eligió al Dios a cuya imagen fue creado, y murió espléndidamente cuerdo. Nietzsche se autoerigió en Dios -la auténtica definición del orgullo-, trasladando su universo cada vez más delirante a su imagen cada vez más desquiciada. La vía de la humildad conduce, sobre la cinta transportadora del asombro, a la recompensa del paraíso celestial. La vía del orgullo conduce, a través del espinoso camino del prejuicio, al infierno construido por uno mismo. Chesterton tenía razón. Cada cual debe elegir de qué lado está.

Publicado en The Imaginative Conservative.
Traducción de Carmelo López-Arias.