En este segundo domingo de cuaresma, el Evangelio nos presenta la escena de la transfiguración del Señor en el monte Tabor. Jesús subió con los tres discípulos más cercanos a un monte desde el que se domina toda la región de Galilea y se transfiguró delante de ellos. Es decir, dejó translucir en su carne humana la gloria de su persona divina, de su divinidad. Su rostro resplandecía como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Debió ser una estampa bellísima la de ver a Jesús con toda su belleza, con toda su gloria, transfigurado. Pedro, al ver esto, exclamó: “Qué bien se está aquí” (Mt 17,4).
 
¿Qué pretendía Jesús con aquel momento, en el que no hubo enseñanzas especiales, como las que había habido en el sermón de la montaña? Fue como mostrarles su gloria, como un anticipo de lo que después será su resurrección.
 
Jesús con la transfiguración les comunica a sus discípulos una gran esperanza, al mostrarles la meta definitiva de la carne humana: esta carne humana y toda la persona está llamada a la divinización, a la glorificación, a la transfiguración plena. Y lo hace antes de enfilar el camino hacia Jerusalén, durante el cual irá anunciándoles la pasión y la muerte que voluntariamente él va a sufrir en la Cruz. Jesús, antes de meternos en la fragua de la Cruz, nos anuncia el resplandor de la gloria a la que estamos llamados. Quizá no consiga disipar todos los escándalos que la Cruz va a suponer para sus discípulos más cercanos, pero siempre les quedará el buen sabor de haber estado con Él en este momento tan singular. Cuando el Resucitado se les aparezca, después de la pasión y la muerte, ellos le reconocerán también por la experiencia vivida en la transfiguración.
 
La cuaresma es camino de preparación para la Pascua, es una etapa de penitencia, de ayuno, de esfuerzo. La Iglesia nos sitúa ante este momento de la transfiguración, como hizo Jesús, para confortarnos en medio de nuestras penitencias con la meta de este camino ascensional. Cuando se tiene clara la meta es más fácil afrontar las dificultades del camino. La religión cristiana no es la suma de nuestras prácticas penitenciales, aunque éstas sean necesarias para nuestra plena renovación. La religión cristiana nos presenta a Jesús en el centro y como meta su transfiguración y la nuestra. Se trata como de una metamorfosis (un cambio de ser) en el que llegaremos a ser “otro”, permaneciendo el mismo sujeto.
 
Santa Teresa de Jesús, cuando tiene que explicar este misterio de la transformación de nuestras vidas, encontró una imagen bonita, como buena maestra y doctora de la Iglesia. Dice ella que es algo parecido al gusano de seda, que bien alimentado por las hojas de morera, elabora un hilo fino de seda con el que teje un capullo, en el cual ese gusano se encierra por un tiempo. Ese gusano transformado en crisálida, rompe el capullo y sale convertido en mariposa que vuela y que resulta fecunda por la puesta de innumerables huevos, que se convertirán en nuevos gusanos.
 
La vida cristiana no es la suma prolongada de lo que somos y de lo que vivimos a lo largo de nuestra existencia. La vida cristiana es como una transfiguración, es una nueva vida, como la de Cristo resucitado, que se va tejiendo en el día a día de nuestra existencia, y en donde la acción del Espíritu Santo nos va transfigurando como el gusano de seda se transmuta en mariposa.
 
La transfiguración nos habla de la meta, y eso nos anima grandemente, y nos habla de un proceso de transformación en el que vamos siendo empapados de divinidad, vamos siendo divinizados, hasta llegar a ser plenamente humanos y partícipes de la naturaleza divina.
 
Ánimo. Vale la pena recorrer el camino de la cuaresma que nos prepara para la Pascua. Vale la pena emprender el camino que pasa por la Cruz, cuando en el horizonte está la resurrección. Vale la pena aprovechar este tiempo santo de la cuaresma por el que somos plenamente renovados. Cuando hemos encontrado a Jesús, todo cuadra, y podemos decir: Qué bien se está aquí.