La lectura del gran artículo de monseñor Antonio Livi en La Nuova Bussola Quotidiana del 24 de febrero me ha traído a la mente algunas consideraciones sobre la supresión de órdenes religiosas por la Iglesia en sus dos milenios de Historia.
 
Solamente dos veces el Papa suprimió órdenes religiosas regularmente constituidas: la primera en 1312, la segunda en 1773. En el primer caso se trataba de los caballeros templarios, en el segundo de los jesuitas.
 
La de los templarios, orden monástica cuya regla fue escrita por San Bernardo de Claraval, es una historia por muchos aspectos dramática y sobre la cual todavía hoy se discute, y en los últimos siglos ha sido envuelta en fantasiosas leyendas y cuentos esotéricos.
 
La supresión de los templarios fue voluntad de Felipe IV el Hermoso, rey de Francia, quien además impuso a Clemente V, con chantajes y amenazas, la permanencia del Papado en Francia; y está también en el origen de una violenta e ilegal conjura contra los Caballeros del Templo. En una noche de 1307, Felipe ordena arrestar y torturar a todos los templarios franceses, acusados de herejía y traición, a pesar de ser miembros de una orden religiosa y por tanto sujetos únicamente a la jurisdicción de la Santa Sede. Numerosos caballeros, incluido el gran maestre Jacques de Molay, admiten bajo tortura como ciertos los delitos de los que se les acusa.
 
Posteriormente encuentran valor para apelar al Papa y, ante el tribunal pontificio, se retractan de las confesiones que les han arrancado: la orden es santa. Con eso, Felipe lo tiene fácil para que acaben en la horca como relapsi [perjuros]. Los templarios son suprimidos en el Concilio de Vienne de 1312, pero la victoria del rey de Francia no es completa porque Clemente V no le permite apropiarse de todos los ingentes bienes de los caballeros, que van a parar a una orden afín, los Caballeros de Malta.
 
Algunos siglos más tarde, el 21 de julio de 1773, otro Clemente, el decimocuarto, con el breve Dominus ac redemptor suprime a perpetuidad (así quiso que fuera) la Compañía de Jesús, y condena al general Lorenzo Ricci a cárcel severa, esto es, a pan y agua, en la prisión del Castel Sant’Angelo. En este caso, quienes quieren la supresión de la Compañía son prácticamente todos los reyes de la Cristiandad.
 
La influencia de las logias ha penetrado capilarmente en las cortes y los soberanos, deslumbrados por el brillo de los filósofos neopaganos, quieren acabar con los jesuitas. Comienza Portugal, donde el masón marqués de Pombal lanza una campaña difamatoria contra la Compañía, acusada de haber conspirado contra la vida del rey, y en 1759 consigue su supresión, la expropiación de sus bienes, la brutal expulsión de los jesuitas extranjeros y la cárcel severa para los portugueses, uno de los cuales, el anciano Gabriel Malagrida, es asesinado. Luego siguen las cortes de Francia, España (donde una insurrección popular [el Motín de Esquilache] es atribuida a los jesuitas), Italia y Austria. Los ejércitos de Francia y Nápoles invaden los territorios pontificios de Aviñón y Benevento, pero aunque Clemente XIII resiste a los diktat, su sucesor no hará lo mismo.
 
El histórico masón Giuseppe La Farina comenta así la decisión del Papa [Lorenzo] Ganganelli en su Historia de Italia de 1863: “Con la supresión de los jesuitas se consumó la rebelión de los príncipes contra el Papado, y con la bula del 21 de julio el Papa se rebajó ante los príncipes… Jamás ha tenido la libertad enemigos más terribles que los jesuitas, jamás el Papado milicia más laboriosa e intrépida: la bula del Papa Ganganelli no fue una reforma, sino una capitulación impuesta por el vencedor”. Habrá que esperar a 1814 para que Pío VII, nada más regresar a Roma [había sido secuestrado por Napoleón en 1809], se apresure a reconstituir la Compañía, que, durante todo el siglo XIX, será el baluarte infatigable de la razón católica contra la masonería imperante. En el siglo XX las cosas irán cambiando progresivamente.
 
¡Quién sabe por qué me ha venido a la mente hablar de supresiones a propósito de las consideraciones de Livi! Tal vez porque quienes han exigido siempre la supresión de órdenes incómodas han sido las potencias de este mundo. Ahora es distinto. Ahora el pensamiento mundano ha echado sólidas raíces en el interior de la Iglesia.

Publicado en La Nuova Bussola Quotidiana.
Traducción de Carmelo López-Arias.