Mentiría si afirmase que me han sorprendido las execraciones y anatemas que ha recibido Silencio, la última película de Scorsese, desde ciertos ámbitos católicos. Mentiría también si dijese que me ha escandalizado que, para denigrarla, se hayan empleado recursos torticeros, divulgando interpretaciones falsas o estrambóticas de la película. Pero mentiría igualmente si ocultase que, como artista, tales execraciones me han consternado y lastimado muy profundamente. Pues en estas obtusas reacciones se vuelve a probar la incomprensión que desde ciertos ámbitos católicos se profesa a todo arte que no sea esquemático o doctrinario, sino complejo y problemático (o sea, auténtico arte). Fenómeno que, a mi juicio, constituye una de las pruebas más lastimosas de la decadencia de la cultura católica.
 
Que existe una franca hostilidad hacia el arte en ciertos ámbitos católicos es una evidencia innegable. También lo es, desde luego, que tal hostilidad es en ocasiones la reacción lógica hacia un arte nihilista que se regodea en el feísmo, como expresión de una época que odia la Belleza y acuchilla nuestra sensibilidad. Pero esta hostilidad se dirige también con frecuencia hacia obras muy estimables que, simplemente, no incurren en el sentimentalismo pío. No se nos escapa que en esta hostilidad subyacen razones o sinrazones de tipo ideológico (ya Charles Péguy nos advertía sobre los peligros de convertir la mística en política, de envolver con coartadas religiosas nuestros prejuicios ideológicos); y tampoco que cierto fariseísmo ha hallado en esta hostilidad la excusa perfecta para condenar al artista, que suele ser persona de hábitos licenciosos o heterodoxos. Pero lo cierto es que muchas de las cúspides del arte católico fueron realizadas precisamente por artistas de hábitos licenciosos y heterodoxos, desde Caravaggio a Pasolini, pasando por Lope de Vega u Oscar Wilde. Y es que la Gracia –como también nos enseñase Péguy– utiliza muchas veces la puerta de entrada del pecado para bendecir a sus predilectos. Dios elige con frecuencia a los caídos y a los sucios como depositarios del arte más elevado y sublime; y el rechazo a los artistas “réprobos” es en el fondo rechazo a la Gracia divina. Tal rechazo ha provocado una penosa decadencia del arte católico, hoy náufrago en la más absoluta irrelevancia, que a la vez que expulsa a artistas como Scorsese acoge obras inanes, almibaradas, cursilonas y relamiditas, puro arte des-graciado en el más estricto sentido de la palabra.
 
Sin darnos cuenta, los católicos empezamos a parecernos a aquellos herejes iconoclastas de la Antigüedad, que proclamaban orgullosos su odio a la expresión sensible de la divinidad. La unión del Creador y la criatura no se detiene, para el católico, en el ser racional del hombre, sino que abraza también su ser corporal y, por intermedio de éste, la naturaleza material del universo entero. Y esta unión de Dios con el mundo material y sensible alcanza su expresión más gloriosa en el arte, que es instrumento real e imagen visible de Dios. Rechazar el arte es quitar a la encarnación divina toda realidad y constituye, como escribía Solovief, una terrible “supresión del cristianismo”. 
 
A esta tentación iconoclasta se suma cierta infección de raíz puritana, que al rechazar el dogma del pecado original niega la posibilidad del “drama”, que es el meollo constitutivo del verdadero arte. Suprimiendo el pecado original, se niegan las consecuencias del mal en la naturaleza humana; y tal negación ha dado lugar en ámbitos anticatólicos a un arte frívolo en el que las categorías morales se desdibujan hasta hacerse intercambiables, o bien un arte cínico en el que mal se torna fatídicamente invencible y se niega la capacidad del hombre para combatirlo y derrotarlo. Pero en el ámbito católico esta infección puritana también ha tenido consecuencias funestas, dando carta de naturaleza a un arte infantilizado que niega el principio de la felix culpa y la naturaleza dramática de la vida humana, esa “libertad imperfecta” que caracteriza la lucha del hombre en busca de redención. Una lucha que, como nos advertía Flannery O’Connor, se desenvuelve en un territorio que es en gran medida “propiedad del Enemigo”; una lucha que a veces se resuelve en un triunfo, otras en una derrota, y otras en un conflicto desgarrador, con una infinita gama de zonas penumbrosas que cierto catolicismo tentetieso pretende negar. Pero negar esas penumbras es tanto como negar el arte; y, además, es también una sórdida blasfemia.
 
Leonardo Castellani se rebelaba contra esos católicos que reclaman un arte de soluciones netas, de triunfos apoteósicos, un arte sin penumbra ni conflicto. Son católicos que quisieran asignar a Cristo «el papel de un conquistador, de un Atila igualitario y devastador». Pero el mismo Cristo probó en repetidas ocasiones el sabor del fracaso. ¿O acaso no fracasó con el joven rico? ¿Acaso no fracasó con aquellos nueve leprosos que no volvieron a darle las gracias, tras su curación? ¿Acaso no fracasó con Pilatos o con Judas? ¿Acaso cuando sudó sangre en Getsemaní no fue consciente de que su sacrificio iba a ser rechazado por muchos hombres? Cristo sabía que la vida del hombre es drama; sabía que en la vida hay jóvenes ricos, leprosos ingratos, gente acomodaticia o cobarde, traidores y apóstatas; y a todos los amó, sabiendo que muchos flaquearían y vacilarían, e incluso rechazarían su Redención. Y si Cristo los amó, ¿por qué el arte va a ignorarlos? Ciertamente, pintar o escribir las vidas de los santos puede ser una excelente motivo artístico; pero también lo es pintar o escribir la vida de quienes no son (¡de quienes no somos!) heroicos ni impecables. Porque esas vidas conflictivas y dramáticas pueden ayudarnos tanto o más a superarnos; porque, asomándonos a su abismo, entenderemos mejor la misericordia divina, el profundo amor que Cristo nos mostró, inmolándose también por nosotros.
 
Y el verdadero arte católico tiene que asomarse a ese abismo. Castellani consideraba que el gran poeta católico del siglo XIX había sido Charles Baudelaire, que desde luego –apostillaba, con su habitual gracejo– «no es una lectura para chicas que se alimentan de bocadillos y de novelas yanquis, ni para beatos, ni para burgueses, ni para burros, ni para sacerdotes no advertidos, ni para hombres sin percepción artística, ni para la inmensa parroquia de la moralina y de la ortodoxia infantil». Pero esta “moralina” y “ortodoxia infantil” es lo que hoy, tristemente, se exige desde ciertos ámbitos católicos, cuando se preconiza un arte sin conflicto, un arte de soluciones netas y triunfantes. Sólo que esta “moralina” y “ortodoxia infantil”, lejos de ser instrumento para la evangelización, generan repugnancia en las almas sensibles que, sintiendo curiosidad por la fe, rechazan –con buen criterio– las soluciones fáciles.
 
Baudelaire fue condenado como “inmoral” por un tribunal. Pero aquella condena no era católica, sino “burguesa” en el sentido más sombrío y anticatólico de la palabra. Baudelaire fue condenado por el fariseísmo y la majadería religiosa de los gazmoños; fue condenado porque sus libros –auténticas obras de arte– se atrevían adentrarse en el territorio “propiedad del Enemigo”, mostrando ese conflicto desgarrador que es el meollo y la sustancia del drama. Eran, en fin, libros plenamente católicos; pues arte católico no es el que se fuga ante el peligro, sino el que se zambulle en él, a sabiendas de que esa zambullida puede conducirlo hasta el corazón de las tinieblas. Por supuesto, leer a Baudelaire –como Marcelino Menéndez Pelayo escribía sobre La Celestina– «puede tener sus peligros para quien no esté muy seguro de contemplar las obras de arte con amor desinteresado. Pues, cuanto más vigorosa y animada sea la representación de la vida, más participará de los peligros inherentes a la vida misma». Pero es ahí, precisamente ahí, en los “peligros inherentes a la vida misma” donde el artista católico desempeña su labor. Resulta, por cierto, muy instructivo descubrir que La Celestina, obra sumamente escabrosa, gozó desde el primer momento de “franquicia” entre los consultores del Santo Oficio, que la consideraron plenamente católica, pues aunque mostraba el mal sin recato, también retrataba el veneno que el mal introduce en las almas. Sería a principios del siglo XIX, cuando ya la Inquisición se había llenado –en palabras de Menéndez Pelayo– de “jansenistas y hazañeros” (de puritanos y meapilas, diríamos hoy) cuando La Celestina fue incluida en el Índice. Y es que aquellos “jansenistas y hazañeros” ya no eran capaces de entender que el arte que retrata las debilidades del ser humano puede ser profundamente moral, infinitamente más moral que el arte buenista e infantilizado que nos muestra un falso mundo de color de rosa; un mundo sin jóvenes ricos, sin leprosos ingratos, sin cobardes ni traidores, un mundo sin sudores de sangre en Getsemaní.
 
Durante siglos, al arte católico fue un arte lleno de Gracia porque supo adentrarse en el “territorio del Enemigo” y alumbrar el conflicto que se libra en las penumbras del corazón humano. Por eso, la Iglesia no tuvo empacho en abrazar el arte de los muy procaces Plauto y Terencio, o del irreligioso Lucrecio. Gracias a ello, hoy podemos leer a los maestros antiguos, que los monjes de los monasterios salvaron de la destrucción, incorporándolos a una portentosa –utilizamos la afortunada expresión de San Jerónimo– “biblioteca divina”. Decía Barbey d’Aurevilly en el prólogo de Las diabólicas que «los pintores de nervio pueden pintarlo todo y su pintura es siempre moral cuando es trágica e inspira horror hacia aquello que reproduce; sólo son inmorales los impasibles y los burlones». D’Aurevilly tendría que haber incorporado a su elenco de inmorales a los iconoclastas y puritanos de nuestra época.

Publicado en L'Osservatore Romano.