A los españoles nos gusta la estadística. Nos gusta mirarnos en el espejo de los números, ver si estamos a la cabeza o a la cola de Europa en estos o aquellos valores.
 
Veamos algunos datos que pueden estar relacionados con los hábitos españoles:
 
El consumo de ansiolíticos creció un 57% entre el año 2000 y el 2012 (la media sería de casi un 5% más por año). El consumo de antidepresivos entre el año 2000 y el año 2013 se incrementó un 200%. (Ambos datos según la agencia española de medicamentos y productos sanitarios, del Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad.) Por supuesto, estamos a la cabeza de Europa.
 
En el año 2015 se produjeron 101.357 rupturas (divorcios + separaciones + nulidades), un 65% del número de matrimonios contraídos ese mismo año.
 
El consumo en niveles de riesgo de alcohol en la población española está alrededor del 4,5%.
 
La patología asociada a internet todavía aporta pocos datos fiables, ya que hay que tener en cuenta que su irrupción y su uso generalizado es realmente reciente. Basta con tener en cuenta que en marzo de 2000 había 4.000 conexiones a línea ADSL mientras que según la agencia We are Social, que realiza un informe anual sobre el uso de internet en el mundo, en 2016 en España el 77% de la población tiene acceso a internet. En promedio nos conectamos a internet 3 horas 47 minutos a través del ordenador, 1 hora y 55 minutos a través del móvil y dedicamos 1 hora y 36 minutos a las redes sociales.
 
Lo que sí sabemos es que las adicciones a internet en general, así como a la pornografía y las redes sociales en particular están comenzando a ser consideradas como una adicciones de creciente preocupación, entre otras cosas por ser adicciones que comienzan en la infancia (a partir de los 10 años).
 
Pero ¿podemos quedarnos en las estadísticas, que para ser significativas requieren la acumulación de un número muy alto de datos? ¿Acaso no reflejan las estadísticas situaciones personales, de gran impacto tanto en individuos como en sus familias?
 
Si nos permitiéramos acceder a la intimidad de los datos que subyacen al incremento en el consumo de ansiolíticos y antidepresivos, al día a día de ese porcentaje de la población que consume alcohol diariamente en dosis realmente peligrosas, a los miles de personas que observan cómo su sueño de vida, su matrimonio, se ha deshecho como un azucarillo en agua caliente o a aquellos que luchan denodadamente por liberarse de las cadenas del abuso de internet, descubriríamos unos niveles de sufrimiento que quedan constantemente enmascarados en bajo una velocidad de vida muy superior a la que vivieron nuestros padres y una aparente “normalidad” del día a día del trabajo a casa y de casa al supermercado y de ahí a alguna actividad que logre mantener activo nuestro cuerpo y acallada nuestra mente (pilates, paddle, golf, running o fútbol).
 
¿De dónde viene todo este sufrimiento?. Lógicamente no es nuevo. Sería una visión pueril y simplista culpar de todo al estilo de vida actual, pero no podemos dejar de analizar los modelos de conducta que estamos generando.
 
Desde mi humilde entender creo que hemos generado una sociedad altísimamente individualista, superficial y, lo que es peor, profundamente solitaria en la que, a pesar de que las encuestas sigan diciendo que consideramos a la familia como la institución más importante en nuestras vidas, en realidad ésta ha quedado muy relegada y supeditada al éxito laboral.
 
No en vano el reciente informe presentado por el think tank Millenio refleja cómo los jóvenes nacidos entre 1980 y 1999 ven imprescindible posponer el matrimonio y la maternidad / paternidad mucho más allá de lo que realmente desean en aras de alcanzar la estabilidad laboral, lo que está generando unos altos niveles de frustración personal.
 
El éxito (laboral), al menos la estabilidad, lo es todo. La familia (incluyendo a los hijos) es secundaria. La estabilidad y él éxito laboral son, necesariamente, un bien individual. La familia, por el contrario, es un bien compartido.
 
Esta primacía del trabajo frente a la familia solo se puede lograr supeditando la afectividad a la racionalidad.
 
Antes se nos decía que “los hombres no lloran”. Hoy tampoco se lo permiten las mujeres. Hoy no llora nadie. Hoy ante la desesperación te chutas un ansiolítico + un antidepresivo, o te metes una raya los fines de semana, o encuentras en internet o en el gimnasio el modo de esconder tus sentimientos.
 
Si la familia es secundaria, si los hijos son postergados, si la entrega ya no es permanente, cuando lo más importante en tu vida (y casi lo único) es tu éxito laboral, ¿dónde queda nuestra afectividad?
 
El sacerdote Don Pablo Escrivá de Romaní lo expresa magníficamente bien en un video que me reconcilia con Youtube: “Ojalá la gente no acallara el corazón. Ojalá siguiera pensando desde ahí, porque llega un momento en que la gente piensa que madurar es acallar el corazón. Como si el corazón fuera un iluso por lo que sueña. Esa es la mayor deshumanización que hay. Callar el corazón es callar todo tu ser. Es dejar de vivir. Es ponerte una coraza, y es verdad que ya nada te afecta, pero en el fondo estás muerto. Si es que no vives. No te afecta nada. ¿Y a eso le llaman sofisticación?, ¿a eso le llaman madurez?. De verdad que es mentira. Es mentira”.
 
Es necesario y urgente recuperar la dimensión afectiva del ser humano. El afecto, cuando es sano, siempre nos dirige al otro. Cuando es enfermo nos dirige a nosotros mismos.
 
¿Sociedad digital? Es imprescindible volver a llevar a los colegios, a los niños, la búsqueda de la belleza. Aprender no por acumular conocimiento, o como es el caso hoy en día, por el simple hecho de aprobar, sino por encontrar la belleza.
 
Hay quien encuentra la belleza en las palabras, en la literatura, hay quien la encuentra entre las moléculas, en la física y en la química; otros en el movimiento, en el deporte y en el baile, y hay quien la encuentra en el pensamiento, pero si olvidamos la búsqueda de la belleza en el proceso de enseñanza, caemos en el racionalismo que nos lleva al éxito laboral y al individualismo.
 
Las estadísticas las cumplimos nosotros. Usted, yo, su hermano, su marido o su hijo.
 
No podemos esperar a que las circunstancias cambien para adaptarnos a una forma más humana de vida. Exactamente lo contrario: debemos humanizar nuestra vida para lograr que nuestras circunstancias cambien.
 
P.d. Al terminar de escribir esta reflexión e ir archivarla en su carpeta correspondiente descubrí, providencialmente, una carpeta en mi ordenador que había creado hace años llamada “frases”. La abrí y solo contenía un documento con dos ejemplos. Este es el primero:
 
Ortega y Gasset: “Es falso decir que en la vida deciden las circunstancias. Al contrario: las circunstancias son el dilema, siempre nuevo, ante el cual tenemos que decidirnos. Pero el que decide es nuestro carácter".

Publicado en el blog personal del autor.

Nacho Calderón es fundador y director del Instituto de Neuropsicología y Psicopedagogía Aplicadas (INPA) en Madrid.