En tiempos de cacofonías e imágenes borrosas (también en el interior de la Iglesia) es importante descubrir una perla como la homilía pronunciada por el cardenal Vincent Nichols, arzobispo de Westminster, con motivo de sus bodas de plata episcopales. Nichols siempre ha sido difícil de clasificar para los amigos del esquematismo: liberal para unos, conservador para otros. Nunca como ahora he visto con tanta claridad lo estúpido de estos esquemas simplones y nada eclesiales. El hecho es que esta homilía me parece para enmarcar.
 
Para empezar, comenzó contemplando la impresionante imagen de Cristo en la cruz, que domina la nave central de la catedral de la Preciosísima Sangre de Jesús en Westminster. Contemplar la propia historia y la situación del mundo a la luz de la cruz es algo que no podemos dar por descontado. El cardenal reconoció que ahora siente el paso del tiempo mucho más rápido que en su juventud y que, conforme envejece, siente más intensamente el misterio de la vida, con su fatiga y sus luchas. Y su ministerio episcopal no puede dejar de orientarse en esa dirección, responder a la vida con todo lo que conlleva de esperanza y dolor.
 
En la que es su sede, la sede primada de Inglaterra, Nichols reconoció que el gran privilegio del obispo es celebrar el misterio de la sangre de Cristo derramada, en el que encuentran su raíz el sacrificio de la cruz, la eucaristía y el sacerdocio. Ahí descansa “nuestra esperanza y nuestra gloria”. Confieso que me han conmovido estas afirmaciones, porque el celebrante habría podido encontrar otros temas para celebrar sus bodas de plata, pero ha escogido el centro, y a eso un no se acostumbra nunca.
 
Tampoco se ahorró una mirada, desde ese misterio, a nuestra atribulada época, en la que no se reconoce ni respeta el valor de la vida humana, y en la que las ideologías parecen aceptar como precio del progreso el desprecio e incluso la destrucción de los otros. Y aquí introdujo una amplia referencia a los mártires de este momento “que beben la misma copa de la que Cristo bebió, dando con su propia sangre nueva vida a la Iglesia”. En esta predicación, en la que no encontramos una sola concesión a la galería, el cardenal Nichols subrayó el poder redentor del sufrimiento unido al de Cristo, reconociendo que esto supone para muchos, hoy, un escándalo.
 
Citando la homilía que Benedicto XVI pronunció allí mismo, en septiembre de 2010, el cardenal pidió a sus sacerdotes vivir su ministerio unidos a Cristo, “para que la fuerza reconciliadora de su sacrificio llegue al mundo en que vivimos”. Un mundo en el que se habla mucho de la necesidad de construir una sociedad más cohesionada, de superar las divisiones y unirnos en un nuevo proyecto social. “Nuestra misión", ha dicho el cardenal Vincent Nichols, "es decir, una y otra vez, que esa unidad pretendida tiene una única fuente: nuestra unidad en Dios nuestro creador”.
 
Este es el aspecto crucial de la misión de la Iglesia hoy, y hace falta ejercerlo con suavidad y firmeza: anunciar que el único poder de reconciliación es la persona de Jesucristo, “cuya Palabra no es una constricción para la libertad del hombre sino la única que libera verdaderamente nuestras mentes e ilumina nuestros esfuerzos para vivir correcta y sabiamente, como personas y como miembros de la sociedad”. Todos los estúpidos esquemas saltan hechos trizas frente a la desnuda belleza y aguda autenticidad de esta predicación. Felicidades, eminencia.